DINERO Y NEGOCIOS

¿CUÁNDO NO VALE LA PENA SALVARLOS?


Los recuerdos de Jerika Whitefield de la infección que casi le cuesta la vida son confusos, excepto por unos cuantos.

Sus hijos pequeños asomándose a verla en la cama del hospital. Su padrastro envolviéndole los flácidos brazos alrededor del bebé. Su murmullo suplicante a una escéptica enfermera: "por favor no me deje morir. Prometo que no lo volveré a hacer".

Whitefield, de 28 años, había desarrollado endocarditis, una infección de las válvulas cardiacas causada por bacterias que entraron a su sangre cuando se inyectó metanfetamina una mañana del 2016. Los doctores le salvaron la vida con una cirugía a corazón abierto, pero antes de operarla, le dieron una impresionante advertencias: si seguía inyectándose drogas y se volvía a infectar, no la volverían a operar.

Con el resurgimiento de las metanfeminas y la crisis de opioides que no muestran señales de disminución, un creciente número de personas desarrolla endocatditis por inyectarse drogas - a veces en repetidas ocasiones si continúan inyectándose. El cuidado que necesitan es costoso, intensivo y a menudo duras meses. Todo esto tienen a los médicos lidiando con una pregunta con una fuerte carga ética: ¿será que no vale la pena arreglar un corazón?

"Literalmente, hemos tenido a algunos que siguen usando drogas mientras están en el hospital", dijo Thomas Pollard, cirujano cardiotorácico de Knoxville, Tennessee. "Es como tratar de hacer un trasplante de hígado a alguien que está bebiendo una botella de vodka en la camilla".

El problema ha obsesionado a Pollard, quien obtuvo su licencia médica en Tennesse en 1996, justo después de que el analgésico opioide OxyContin, ampliamente abusado, llegara al mercado. Ha visto una explosión de casos de endocarditis, particularmente entre drogadictos jóvenes y pobres cuyos corazones por lo general se pueden salvar, pero cuya adicción no es atendida por un sistema médico que rara vez asume la responsabilidad de tratarla.

Ciertos casos lo obsesionan. Hace poco más de un año, reemplazó una válvula cardiaca en un hombre de 25 años que se había inyectado drogas, sólo para verlo regresas unos meses después. Ahora dos válvulas, incluida la nueva estaban muy infectadas y su orina dio positivo en una prueba para detectar drogas ilícitamente. Pollard se negó a operar por segunda vez, y el paciente murió en un hospital para enfermos terminales.

"Fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer", afirmó.

A medida que los casos se han multiplicado en Estado Unidos, los médicos que solían encontrar sólo ocasionalmente endocartitis en pacientes que se inyectaban drogas están hambrientos de orientación.

Pollard ha estado cabildeando en los sistemas hospitalarios de Knoxville para que proporcionen tratamiento para la adicción a los pacientes con edocarditis después de la cirugía. Su razonamiento es que si los hospitales lo ofrecieran, los médicos tendrían más justificación para rechazar a los pacientes que se negaron a ello y los hospitales ahorrarían dinero.

La adicción a afligido durante mucho tiempo a la zona rural del Este en Tenesse, donde las colinas y montañas se entretejen con poblados que sufren de pobreza y mala salud. Las tasas de prescripción de opiáceos siguen siendo sorprendentemente altas, y la tasa de muerte por sobredosis en el Condado de Roane, donde vive Whitefield, es tres veces el promedio nacional.

El tratamiento para la endocartitis por lo general involucra hasta sesis semanas de antibióticos por vía intravenosa. Muchos, como Whitefiled, también necesitan una cirugía complicada para reparar o reemplazar las válvulas cardiacas dañadas. El costo puede superar los 150 mil dólares, explicó Pollard.

Los consejos de grupos especializados, como la Asociación Estadounidense de Cirugía Torácica y el Colegio Estadounidense de Cardiología, sobre cuándo operar siguen siendo vagos. Por ahora, "es sola mucha anécdota: los cirujanos hablan entre sí, tratando de determinar cuándo deberíamos y cuándo no", refirió Carlos Martinez, que es uno de los socios de Pollard y que operó a Whitefield en el Centro Médico Metodista de Oak Ridge.

Pollard indicó que ellos casi siempre operarán a alguien con un caso de primera vez de edocarditis por drogas inyectadas. Pero las infecciones repetidas, cuando el daño puede ser más extenso y más complicada de reparar, hacen que sea una decisión más difícil.

En los casi dos años desde que se enfermó, Whitefield se ha sentido físicamente debilitada y propensa a enfermedades. También se siente duramente juzgada por un sistema médico que le salvo la vida, pero que con frecuencia la trata con recelo y desdén.

Pollard se ha desilusionado cada vez más con los hospitales que consideran el tratamiento de adicciones fuera de su ámbito, y lo obsesiona la probabilidad de que muchos de sus pacientes adictos a las drogas mueran jóvenes independientemente de que se sometan a una cirugía de corazón. Estableció un grupo de trabajo en el 2016 para abordar el problema, sin embargo, se ha enfrentado a obstáculos, especialmente en lo que respecta al costo y a una renuencia social a gastar dinero en personas que abusan de las drogas.

"Todos sienten compasión por los bebés y los niños", declaró. "Nadie quiere ayudar al adulto adicto a las drogas porque piensan que se hicieron a esto a sí mismos."

Whitefield comenzó a tomar analgésicos opiáceos cuando era una adolescente que padecía endometriosis, trastorno del tejido uterino, y cistitis intersiticial, una afección dolorosa de la vegija. Obtuvo los opiáceos de los médicos durante años, y luedo de amigos.

Ella y su novio de la preparatoria, Chris Bunch, tenían tres hijos para cuando ella tenía 26 años. La familia vive en un pueblo pequeño que Bunch, ahora esposo de Whitefield, describió como "campo, campo, campo".

En el 2015, después del nacimiento de su hija, Kyzia Whitefield cayó en depresión posparto. Comenzó a inyectarse pastillas opioides pulverizadas y metanfetamina.

Después de compartir una aguja con un hermano en junio del 2016, Whitefield comenzó a sentir escalofríos y a sudar. Le siguió una fiebre, y estuvo casi una semana postrada en el sofá, pensando que tenía una infección renal. Deliraba para cuando su hijo mayor, Jayden, que entonces tenía 8 años, despertó al padrastro de Whitefield una mañana y le pidió que llamara al 911.

Llegó al Centro Médico Metodista de Oak Ridge con septicemia y consciente a intervalos. Sus órganos habían comenzado a dejar de funcionar. El padastro, Brian Mignogna, recuerda haber quedado atónito cuando un médico que la evaluó inicialmente dijo que, si de él dependiera, no se esforzaría en salvarla. "Dijo que una vez que alguien ha estado inyectándose, se gastan todo este dinero, los operan y luego vuelven a inyectarse drogas de nuevo, así que no vale la pena", recordó Mignogna. "Me quedé pasmado".

Sin embargo, Martinez era el cardiocirujano de guardia unos días después y le pareció importante aceptar el caso de Whitefield. Sus hijos y su padrastro no se habían despegado de su cama, y ella había admitido de inmediato su consumo de drogas. Él le creyó cuando le dijo que no había estado inyectándose en mucho tiempo y que quería dejarlas.

"Ella era una madre joven y su familia estaba involucrada; su padre estaba allí", comentó. "Para mí, parecía tener ese apoyo social que los pacientes necesitaban una vez que se recuperan de esto".

Los antibióticos eliminaron la infección que en un principio la llevó al hospital, pero terminó necesitando cirugía dos meses después.

Su válvula mitral estaba tan dañada que había empezado a mostras signos de insuficiencia cardiaca. Martinez enfatizó que la cirugía sería "un tratamiento de una sola vez", recordó Mignogna.

Dos semanas después, Whitefield estaba lo suficientemente bien para ir a su casa. Pronto comenzó a ver a un consejero en una clínica no afiliada con el sistema hospitalario y a tomar buprenorfina, medicamento que disminuye los antojos de opiáceos y que se ha descubierto que reduce el riesgo de recaída y de sobredosis mortal.

Una mañana reciente, Whitefield hacía antesala para ver a su cardiólogo, Larry Justice, para saber los resultados de algunas pruebas del mes anterior. En su pecho, su delgada cicatriz rosada de la cirugía se extendía desde el cuello en V de su blusa hasta la clavícula.

Le informó sobre sus problemas más recientes a una enfermera: debilidad, dolores ocasionales en el pecho, dificultad para dormir, sensación de frío todo el tiempo. También estaba preocupada por la hepatitis C -otro problema desenfrenado entre las personas que se inyectaban drogas- que no había podido atenderse.

"Nadie me atenderá debido a mi historial de consumo de drogas", refirió Whitefield.

Justice llegó con buenas noticias: no había evidencia de endocarditis en su sangre y su válvula mitral reparada se veía bien. Sin embargo, otro resultado era preocupante.

"Una de tus tortas válvulas está goteando una cantidad considerable", expresó y agregó: "No puedo garantizarte que no necesitarás otro cirugía de válvula".

Whitefield lo miró, pasmada.

"La endocartitis causa la inflamación más intensa en tu cuerpo que puedas imaginar", le recordó Justice.

"Solo quiero vivir para ver crecer a mis hijos", afirmó ella con voz entrecortada.

A ella no se le negaría una segunda cirugía bajo estas circunstancias

Publicado en The New York Times, 21 al 27 de mayo del 2018