Cazuelas en los quirófanos

 

Javier Marías

 

La única razón que veo para echar de vez en cuando una ojeada a los programas de las televisiones españolas (o a las de cualquier país) es hacerse una leve idea de lo que interesa y atrae a la población. Y desde hace unos años da la impresión de que España es un lugar en el que la gente come a dos carrillos, a todas horas y sin cesar, más o menos como si fuéramos perros: ya se sabe que éstos engullen cuanto se les pone delante, porque nunca están seguros de cuándo van a conseguir más alimento. Según me cuenta mi sobrina Teresa, veterinaria, morirían si no se los frenara, comerían hasta reventar. Pues parece que los españoles lo mismo: da igual que uno encienda la televisión a media mañana o media tarde, cuando en principio no toca ninguna ingesta; allí están individuos guisando, preparando repugnantes platos, amonestados e insultados por chefs bordes, perdonavidas y con pinta “artística”. Si digo “repugnantes” es por dos motivos: nada revuelve tanto como ver comida a deshoras, cuando uno está saciado o carece de todo apetito; el otro es subjetivo: a mí me resulta asqueroso contemplar el proceso, además de tedioso. Sólo me interesa el plato cuando está acabado y listo para su consumición, y no las numerosas manipulaciones a que ha sido sometida la materia prima. Me aburriría infinitamente que me mostraran paso a paso cómo se ha compuesto un libro, una película o una canción. ¿Se imaginan programas enteros dedicados a que escritores aficionados expliquen por qué quitaron tal adjetivo y pusieron tal otro, o cómo lograron que las frases tuvieran ritmo? Qué sopor. Pues sería el equivalente a esos concursos y lecciones en los que se desmenuzan los ingredientes de una salsa o se explica cómo hay que despedazar un colibrí. Un país de comilones (no me extraña la creciente cantidad de obesos), una nación animalesca, canina.

De lo siguiente no sé si hay programas monográficos, pero lo cierto es que invade un buen tramo de todos los noticiarios, en especial los de TVE, que a diario ofrecen “sección médica”, venga o no a cuento. Uno entiende que se hable de un hallazgo importante cuando lo hay, pero no que cada sobremesa se introduzcan tres o cuatro “noticias” (es un decir) relativas a enfermedades terribles o a operaciones, éstas con profusión de imágenes de interioridades diversas, reminiscentes de las de la cocina que acabo de comentar. Así como no me es grato contemplar cómo se despelleja un conejo o se desvientra un pescado, tampoco me parece oportuno que nos enseñen cómo se saja un pecho femenino o se le mete el bisturí a un estómago o se le recortan los párpados a una señora ansiosa de lucir ojos más grandes. Estampas gore, todas ellas, para mí.

Pero quizá lo peor no sea esto. Sé de bastantes personas lo suficientemente aprensivas como para haber abandonado la nunca tranquila contemplación de los telediarios, sobre todo –ya digo– los de TVE, cuyas audiencias no me extraña que hayan caído en picado. Y para negarse a abrir revistas y suplementos, porque también ellos están plagados de “noticias” médicas. Se nos aterra tanto con la salud, desde hace décadas, que la proliferación de hipocondriacos nada tiene de raro. No haga usted esto ni lo otro, ni coma lo de más allá, ingiera estas insipideces, apártese del sol, esto es malo y esto es nefasto, se pone usted en peligro a cada paso que da; por doquier hay emanaciones, mosquitos furiosos que nos traen terribles dolencias, las gripes mutan y lo resisten todo, ojo con tal o cual fármaco, más peligroso que lo que combate, todo tiene efectos secundarios gravísimos, la gente vive en permanente pavor. Como saben, lo propio de los aprensivos es que, en cuanto oyen hablar de los síntomas de algo, empiezan a reconocerlos en ellos mismos. “Ay, pues yo he sentido eso y no he hecho caso: a ver si va a ser el aviso de que padezco esclerosis múltiple, o cólera, o ébola, o cualquier calamidad”. Para esas personas (multitud, dada la alarma constante que se nos impone), los telediarios se han convertido en una fuente de amargores y sobresaltos. A diario los terminan de ver convencidos de estar en las últimas. Luego colapsan las urgencias y las consultas, en vista de lo cual el Gobierno de Rajoy no hace más que reducir las plantillas de la Sanidad pública y empeorar su calidad. Aún hay algo más en esta histeria colectiva relativa a la salud. En la pasada Feria del Libro dos señoras, en distintos días, me afearon que sostuviera un cigarrillo al aire libre. La una me acusó de “falta de respeto a los lectores”, la otra de “dar mal ejemplo”. Uno se pregunta por qué diablos un escritor –o para el caso un deportista– ha de dar ejemplo de nada. Unos y otros procuramos hacer nuestro trabajo bien, y fuera de eso nada se nos puede exigir ni reclamar, menos aún respecto a nuestras costumbres e inclinaciones. Yo no soy el Ministro de Sanidad, ni un padre de la patria, ni tengo cargo alguno, ni me represento más que a mí mismo. Esas señoras no eran sino muestras del espíritu dictatorial que progresa sin pausa: si fumar es malo, nadie debe hacerlo en presencia de otros. Lo mismo podría aplicarse a beber, a comer hamburguesas, a ir en coche (los automóviles causan estragos, para quienes van en ellos y para los demás) y a tantas cosas más. En realidad es gente que aspira a que se le prohíba todo cuanto le molesta a ella, a todo el mundo de una maldita vez.

 

Publicado en Portafolio, El comercio el 27 de julio del 2014