La guerra contra la pobreza

 

Autor: Paul Krugman

Premio Nobel de Economía 2008, es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton.

 

Han pasado 50 años desde que el expresidente Lyndon B. Johnson declaró la guerra contra la pobreza. Y algo curioso sucedió camino a este aniversario. Repentinamente, o eso parece, los progresistas han dejado de pedir disculpas por sus esfuerzos en defensa de los pobres y han comenzado a destacarlos. Y los conservadores se han puesto a la defensiva.

Esto no era lo que se esperaba. Durante mucho tiempo, todos sabían -o, para ser más exactos, "sabían"- que la guerra contra la pobreza era un lamentable fracaso. Y se conocía el motivo: era culpa de los propios pobres. Pero eso que todos sabían no era cierto, y el público parece haberse dado cuenta.

La narrativa consistía en lo siguiente: los programas contra la pobreza no habían logrado reducirla porque, en Estados Unidos, la pobreza era en esencia un problema social -relacionado con las familias desintegradas, la delincuencia y una cultura de la depencencia y una cultura de la depencia que se profundizaba con los programas gubernamentales-. En vista que todos aceptaban esta narrativa, ensañarse contra los pobres era una buena política, acogida con entusiasmo por los miembros del partido Republicano y también por algunos del partido Demócrata.

Pero esta imagen de la pobreza, que podía haber tenido algo de cierta en la década de 1970, no guarda ningún parecido con cualquier cosa que haya sucedido desde entonces.

Por un lado, la guerra contra la pobreza ha obtenido notables logros. Es verdad que la medida estándar de pobreza no se ha reducido mucho, pero esta no incluye el valor de algunos programas públicos cruciales como los cupones para alimentos y los créditos fiscales del impuesto a la renta. Si se tienen en cuenta estos programas, los datos muestran una disminusión considerable de la pobreza y una mucho mayor de la pobreza extrema. Hay otra prueba que también apunta a una importante mejora en la vida de los pobres: los estadounidenses con ingresos bajos están mucho más sanos y mejor alimentados que en la década de 1960.

Además, hay pruebas sólidas de que los programas contra la pobreza tienen beneficios a largo plazo, tanto para los receptores como para el país en general. Por ejemplo, los niños que han tenido acceso a los cupones para alimentos crecen más sanos y obtienen ingresos más altos cuando son mayores que aquellos que no lo han tenido.

Y aunque los avances frente a la pobreza hayan sido, a pesar de todo, decepcionantemente lentos, la culpa no la tienen los pobres, sino un mercado laboral cambiante que ya no ofrece buenas remuneraciones a los trabajadores comunes. Antes, los salarios solían aumentar a la par que la productividad del trabajador, pero esa relación terminó en la década de 1980.

El tercio inferior de la mano de obra estadounidense ha visto poco o ningún incremento de sus salarios en función de la inflación desde principios de la década de 1970; el tercio inferior de los hombres trabajadores ha experimentado una reducción considerable de su salario. Este estancamiento, y no el deterioro social, es la razón por la que la pobreza resulta tan difícil de erradicar.

Para ponerlo de otra manera, el problema de la pobreza se ha convertido en parte de uno mayor: el aumento de la desigualdad de ingresos, de una economía en la que todos los frutos del crecimiento parecen ir a parar a manos de una pequeña élite, mientras los demás se quedan atrás.

¿Cómo podemos responder a esta realidad? La postura conservadora es, en esencia, que no debemos responder. Los conservadores comparten la opinión de que el gobierno siempre es el problema, nunca la solución; tratan a cada beneficiario de un programa social como si fuera "una reina de los subsidios que maneja un Cadillac". ¿Y por qué no? Después de todo, durante décadas, esta postura ha sido una política ganadora, porque los estadounidenses de clase media consideraban que el "bienestar" era algo que esa gente" recibía, y ellos no.

Pero eso era antes. En estos momentos, el ascenso del 1% a expensas del resto es tan evidente que ya no es posible acallar cualquier debate sobre el aumento de la desigualdad con gritos de "luchas de clases". Entretanto, estos tiempos difíciles han obligado a muchos estadounidenses a recurrir a los programas sociales. Y cuando los conservadores han respondido calificando a una fracción de moralmente indigna -una cuarta parte, un tercio, el 47%, lo que sea- han presentado una imagen cruel y mezquina de sí mismos.

La nueva dinámica política puede verse en acción en la lucha contra los beneficios para los desempleados. Los republicanos siguen oponiéndose a que se amplíen las prestaciones, a pesar del elevado desempleo de largo plazo, pero lo revelador es que han cambiado de argumento. De repente, ya no se trata de obligar a esos perezosos vagabundos a encontrar trabajo; se trata de responsabilidad fiscal. Y nadie les cree ni una palabra.

En tanto, los progresistas han tomado la ofensiva. Han decidido que la inequidad de los ingresos es una apuesta política segura. Consideran que los programas antipobreza como los cupones para alimentos, Medicaid y los créditos fiscales son casos de éxito, iniciativas que han ayudado a los estadounidenses necesitados -especialmente durante la debacle económica que empezó el 2007- y que deben ampliarse. Y si estos programas llegan a un número cada vez mayor de estadounidenses, en vez de estar dirigidos únicamente a los pobres, ¿cuál es el problema?

Así que adivinen: en su 50 aniversario, la guerra contra la pobreza ya no parece un fracaso. Más bien parece un ejemplo para un movimiento progresista en auge y con mayor confianza en sí mismo.

 

Publicado en: Diario Gestión (15 de Enero del 2014)