El sueño roto de Francia

Autor: Martin Feldstein

CAMBRIDGE – La crisis en la eurozona es el resultado de la persistente búsqueda por parte de Francia del "proyecto europeo", el objetivo de unificación política que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial cuando dos políticos prominentes franceses, Jean Monnet y Robert Schuman, propusieron la creación de los Estados Unidos de Europa.

Monnet y Schuman sostenían que una unión política similar a la de Estados Unidos impediría los tipos de conflicto que habían causado tres guerras europeas importantes -una idea atractiva que, sin embargo, pasaba por alto el horror de la Guerra Civil de Estados Unidos-. Una unión política europea también podía convertir a Europa en una potencia comparable a Estados Unidos y así darle a Francia, con su sofisticado servicio exterior, un papel relevante en los asuntos europeos y mundiales.

El sueño de Monnet y Schuman llevó al Tratado de Roma de 1956, que estableció una pequeña área de libre comercio que luego se expandió para formar la Comunidad Económica Europea. La creación de la CEE tuvo efectos económicos favorables, pero, al igual que el Área de Libre Comercio de Norteamérica, no redujo la identificación nacional ni creó una sensación de unidad política.

Ese era el objetivo del Tratado de Maastricht de 1992, que estableció la Unión Europea. El influyente informe “One market, one money” (Un mercado, una moneda), difundido en 1990 bajo el liderazgo del ex ministro de Finanzas francés Jacques Delors, instaba a la creación de una moneda única, con el argumento engañoso de que, de no ser así, el mercado único no podía funcionar bien. En términos más realistas, los defensores de una moneda única razonaban que, de existir, haría que la gente se identificara como europea, y que la creación de un Banco Central Europeo único presagiaría un alejamiento del poder de los gobiernos nacionales.

Alemania se resistió al euro. Sostenía que antes debía existir una unión política plena. Como no existía ninguna posibilidad de que los otros países aceptaran la unión política, la postura de Alemania parecía una maniobra técnica para impedir el establecimiento de la moneda única. Alemania se negaba a abandonar el marco alemán, un símbolo de su poderío económico y de su compromiso con la estabilidad de precios. Finalmente, Alemania estuvo de acuerdo con la creación del euro sólo cuando el presidente francés François Mitterrand lo puso como condición para el respaldo de la reunificación alemana por parte de Francia.

Es más, bajo la presión de Francia, el requisito del Tratado de Maastricht de que los países sólo podían introducir el euro si su deuda nacional era inferior al 60% del PBI se relajó para admitir a otros países que parecían estar "evolucionando" hacia ese objetivo. Esa modificación permitió que Grecia, España e Italia fueran admitidos.

Los políticos pro-euro ignoraron las advertencias de los economistas de que imponer una moneda única a una docena de países heterogéneos indefectiblemente crearía serios problemas económicos. Consideraban poco importantes los riesgos económicos en relación con su agenda de unificación política.
Pero la creación del euro causó una marcada caída de las tasas de interés en los países periféricos, lo que llevó a burbujas inmobiliarias financiadas por deuda y alentó a sus gobiernos a endeudarse para financiar un mayor gasto público. Curiosamente, los mercados financieros globales ignoraron los riesgos crediticios de esta deuda soberana, y sólo exigieron diferencias muy pequeñas entre las tasas de interés sobre los bonos alemanes y los de Grecia y otros países periféricos.
Eso culminó en 2010, después de que Grecia admitió que había mentido sobre sus déficits presupuestarios y su deuda. Los mercados financieros respondieron exigiendo tasas mucho más altas sobre los bonos de los países con ratios de deuda gubernamental altos y los sistemas bancarios se debilitaron por la excesiva deuda hipotecaria.

Tres países pequeños (Grecia, Irlanda y Portugal) se vieron obligados a aceptar ayuda del Fondo Monetario Internacional, y a implementar dolorosos recortes fiscales contraccionistas. Las condiciones en Grecia hoy son desesperanzadoras, y probablemente se traduzcan en otros incumplimientos de pago y un retiro de la eurozona. España también está en serios problemas, debido a los déficits presupuestarios de sus gobiernos regionales tradicionalmente independientes, la debilidad de sus bancos y su necesidad de refinanciar grandes balances de deuda soberana cada año.

A esta altura ya resulta evidente que el "compacto fiscal" recientemente acordado por la UE no limitará los déficits presupuestarios ni reducirá las deudas nacionales. España fue el primer país en insistir en que no podía cumplir con las condiciones que acababa de aceptar, y otros países pronto harán lo mismo. El presidente francés, François Hollande, propuso equilibrar los límites del déficit con iniciativas de crecimiento, de la misma manera que Francia antes había exigido que el Pacto de Estabilidad de la UE se convirtiera en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. El compacto fiscal es un gesto vacío que puede ser el último intento por pretender que los miembros de la UE avanzan hacia la unificación política.

Claramente, el proyecto europeo no logró lo que los líderes políticos franceses querían desde un principio. En lugar de la amistad y el sentido de determinación con el que soñaron Monnet y Schuman, hoy cunde el conflicto y la confusión. El papel internacional de Europa se está achicando: el antiguo G-5 evolucionó para convertirse en el G-20. Y, mientras la canciller alemana, Angela Merkel, establece las condiciones para la eurozona, la ambición de Francia de dominar las políticas europeas se ha visto frustrada.

Incluso si la mayoría de los países de la zona del euro conservan la moneda única, lo harán porque abandonar el euro sería doloroso en términos financieros. Ahora que sus debilidades son claras, el euro seguirá siendo una causa de problemas más que un camino hacia el poder político.

Fuente: Diario El Comercio (3 de junio del 2012)