Sobre un acceso al procedimiento concursal

 

Autor: Osvaldo J. Maffia

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El art. 83 dispone que el peticionario, en orden al presupuesto objetivo de la quiebra, debe probar “los hechos reveladores” del estado de cesación de pagos. Es decir, el peticionario no soporta la carga de probar aquel estado, sino hechos que en su momento el juez considerará expresivos -o no- de ese estado.
En capítulos anteriores recordamos la lucha de Fernández, tan meritoria, para desasirnos del tradicional nexo incumplimiento-quiebra. Una vez más recordaremos que en origen bajomedioeval del instituto, la quiebra era consecuencia de un incumplimiento, obviamente de alguna obligación dineraria. Quien omitía un pago, eo ipso estaba en quiebra, de donde “quiebra de hecho” o quiebra económica”; como se la llamaba y porque el sujeto había quebrado al desatender una obligación, el juez, a posteriori, intervenía  mediante una decisión que era, correctamente, “declarativa” de la quiebra, vale decir, el juez declaraba que había ocurrido ese algo que era la quiebra de hecho. Lo seguía un trámite de liquidación y pago. Omitimos mencionar las consecuencias penales, cruelmente severas e infamatorias, que se erigieron en característica de aquel régimen, prolongado, aunque cueste creerlo, hasta comienzos de ese “momento estelar de la humanidad” como fueron los siglos de las luces.

La evolución cultural hizo que en cierto momento se elevaran rechazos y reclamos contra ese sistema, en especial que la relación incumplimiento-quiebra  restringiera su ámbito de aplicación, pues el régimen en vigor expresaba muchas veces una injusticia que el nivel de los siglos XVIII y XIX no podía aceptar: por ejemplo un comerciante que dejaba impaga una obligación por razones atendibles (ausencia, enfermedad, quiebra del banco donde había depositado fondos bastantes, etc.), no podía considerarse fallido ni ser demandado a ese fin. A mediados del siglo XIX la jurisprudencia, sobre todo francesa, avanzó mucho en el sentido de excluir situaciones de incumplimiento que se valoraran como excusable, hasta arribar décadas después a la conclusión de que sólo procedía la quiebra en los casos de incumplimientos que se debieran a la imposibilidad depagar.

Nuestro viejo código de comercio, art. 1379, disponía que “la cesación de pagos de una o varias obligaciones comerciales, y sea cualquiera su causa determinante, constituye el hecho generador del estado de quiebra”. Como se ve, “sea cualquiera su causa determinante”. Empero, Segovia informa que “la Suprema Corte tenia declarado que debe constar que no se paga por insolvencia, y no porque el deudor creyese que tenía excepciones que oponer” (su “comentario al código de comercio”, tomo 3, p. 307/9, año 1892). Malgrado esos adelanto, en nuestro medio prevalecía la vigencia tradicional incumplimiento-quiebra, perduración del antiguo ligamen contra el cual se alzó Fernández: pregunta “cuándo el deudor se encuentra en estado de quiebra (…), algunas leyes se refieren a la imposibilidad de pagar, otras a la insolvencia, y las más a la cesación de pagos”. En nuestro medio, dice en 1937, el autor ha consagrado la “imposibilidad de pagar (…) (insolvencia) o cesación de pagos”, dejando librada “al criterio judicial la determinación de cuándo el deudor puede considerarse en tal estado”.

Dice Fernández que “un deudor se encuentra económicamente en quiebra cuando su patrimonio es impotente para afrontar con puntualidad sus compromisos, pero para que pueda haber quiebra de derecho –es decir, declaratoria judicial de falencia- es necesario que tal estado se revele por signos exteriores”. Esa exigencia de que los signos expresivos de una situación de quiebra fueran exteriores se funda en que “no es admisible la realización de investigaciones en los negocios, libros o papeles del deudor para constatar su solvencia o insolvencia”, porque “cualquier medida judicial o administrativa que importara intervenir en los negocios y revisar los libros y papeles agravaría la situación del deudor y asestaría un rudo golpe a su crédito (…)”. Aclara que “evitar investigaciones en la hacienda del comerciante determinó al legislador a establecer que el estado de quiebra consiste en la cesación de pagos, desechando referirse al desequilibrio aritmético entre el activo y el pasivo (…)”. “Tampoco proceden investigaciones para determinar la existencia de un estado de cesación de pagos que no se manifiesta por hechos exteriores inequívocos” aserto indiscutido en ese tiempo, como tampoco se discute hace décadas lo contrario. Recordamos que le propio Fernández decía que así como puede haber insolvencia sin incumplimientos, es dable también la inversa. La voz “insolvencia”, dice, “tanto etimológica y literalmente como en el tecnicismo económico y jurídico (…) significa imposibilidad de pagar  (…), impotencia del deudor para afrontar la obligaciones a su vencimiento”. Repite más adelante que “en el tecnicismo económico y jurídico los términos “cesación de pagos, imposibilidad de pagar e insolvencia expresan el mismo estado: la impotencia económica del deudor para hacer frente puntualmente a sus compromisos”.

Insiste en distinguir entre estado de cesación de pagos e incumplimientos. Expresa su repudio de la teoría que identifica la cesación de pagos con el simple incumplimiento  de una obligación (p. 293). “…la cesación de pagos (…) no es un hecho, sino un estado de hecho, que por ser tal abarca un periodo de tiempo (…)”. En nota explica que por ello debe hablarse de la fecha en que comienza, y no de la fecha de la cesación de pagos. Agrega más adelante -p. 302- que “la quiebra es una institución económica-jurídica creada como defensa contra la insolvencia, y no contra el incumpliendo de las obligaciones”, y sigue allegando argumentos para la distinción que tanto le preocupa: “puede haber cesación de pagos sin incumplimientos” así como “puede haber incumplimientos sin cesación de pagos”, según ya recordamos.
Que hace siglos las cosas fuesen de cierta manera pero no lo sean hoy, suena a verdad de Perogrullo. Malgrado esa obviedad, algo perdura sin embargo, y  esa perduración a la que aludimos concierne nada menos que a nuestro tema; vale decir, en orden al presupuesto concursal objetivo sobrevive en la actual conceptualización un rasgo manifiesto, incluso inexpresado de tan notorio, cual es la actualidad  como nota característica del estado de insolvencia. Porque un comerciante, hoy, está imposibilitado de atender normalmente sus obligaciones, procedería su quiebra. Remarcamos ese enfoque elemental, pero básico y rara vez discutido, del status que se imputa a un fallente. Ello al margen, parecería que no se hubiera advertido la pluralidad de acepciones en uso de ese pretendido estado en distintos contextos que los codeterminan. Repasemos someramente nuestra ley

 

  1. En la demanda de concurso preventivo no aparece algo que pudiera considerarse prueba del “estado de cesación de pagos” (art. 1 L.C.). El art. 11 inc. 2º prescribe que el deudor debe “explicar” tales y tales cosas, y aún cuando deba acompañar las piezas que enumeran los incs. 3 a 6 del mismo artículo, adviértase que si esos recaudos sirven o no sirven para acreditar el presupuesto objetivo del concurso, es algo que a la hora del art. 14 el juez no puede cotejar con otras probanzas u opiniones. El estado de cesación de pagos, en este caso, se reduce a lo que el demandante dice. ¿Y las constancias de los incisos 3 a 6 del art. 11? Pues malgrado su significación, siguen siendo cosas que el peticionario dice; en especial, nadie sabe si son o no son todas las que en su momento fundaran la convicción de que efectivamente se encuentra en estado de insolvencia.
  2. En orden a la quiebra directa forzosa el art. 83 no impone al peticionario el deber, ni siquiera la carga de probar el estado de insolvencia del demandado; y la ley, acertadamente, dice que el peticionario “debe probar (…) los hechos reveladores de la cesación de pagos”, locución mediante la cual no caben dudas de que el legislador de 1972 al cual el de 1995 transcribe, impone como requisito en la quiebra directa forzosa que se prueban hechos –u omisiones- que pudieran revelar la imposibilidad de pagar al vencimiento, con medios ordinarios y demás rasgos que excluirían la insolvencia. Y esa circunstancia está demostrada por una rotunda confirmación práctica: así como la quiebra directa forzosa alcanza el noventa por ciento de los casos según apreciación generalizada, así también el presupuesto objetivo se satisface con algunos documentos familiares: el cheque devuelto sin fondos, el pagaré desatendido, una sentencia condenatoria, y otros que fueron referidos en el capitulo IX. La realidad no del todo pacífica de que la quiebra igualmente procede si el deudor desatiende la invitación del art. 84, esto es, omite invocar defensas –no nos ocupará ahora- hace también al carácter, suficiente o no, de la prueba que incumbe al demandante. Esto es, en la quiebra directa forzosa hablamos de “estado”, pero nos arreglamos con hechos (u omisiones).
  3. Desde hace largo tiempo se considera que a la hora de la acción por ineficacia del art. 119 encontramos la mayor aproximación a los elementos fácticos que podrían conformar el escurridizo instituto, pero ya dijimos que la ley -copia también de la anterior-, no menciona hechos conocibles, sino que exige la prueba de hechos que tradujeran ¿qué?. Muy sencillo: que tradujeran la imposibilidad  de cumplir. ¿La ley exige que se pruebe una imposibilidad?. ¿Eso es posible?. Posible no, pero es legal. El síndico deberá probar en, juicio ordinario y contra la obvia negativa del demandado –por tanto un tercero extraño a la quiebra- que al concretarse determinada operación depauperatoria de la masa falencial activa, ese tercero sabia que el después fallido se encontraba en estado de insolvencia, vale decir, en la imposibilidad de atender regularmente sus obligaciones. Agreguemos que la prueba que el síndico –o el acreedor actuante- debe aportar, se referirá a la fecha de una operación concluida hace dos años, o tres, o los que fueren. Es palmario que el síndico jamás habrá de probar, lo que se dice probar, que el demandado en la acción por ineficacia sabía hace dos o tres años del estado de insolvencia del ulteriormente fallido, o sea, repetimos, sabía de una imposibilidad (la imposibilidad de cumplir regularmente).

No conocemos una sola opinión en ese sentido. Por el contrario quienes tratan el tema descartan que fuese viable, y el resignado recurso a presunciones, recurso emaciado por ser suplente de una imposibilidad  dice de su carácter necesario. El viejo código de comercio hablaba de nulidad de los pagos “ejecutados después de la cesación (…) si de parte de los que han recibido (…) ha habido noticia de la cesación de pagos” (art. 1410). Pero adviértase que entonces Buenos Aires era la gran aldea, donde los comerciantes -individuales- eran no sólo conocidos, sino figuras destacadas de aquella sociedad simple,  prominentes algunos y candidatos obligados a integrar asociaciones y cooperadoras. Además, era de fácil comprobación que muchos negocios pasaban de un titular a sus familiares, y agreguemos el factor, difícil de imaginar desde hace largas décadas, del asombro que un incumplimiento producía en la comunidad. En ese contexto estaba justificado hablar de “conocimiento”, con el agregado de que una “cesación de pagos” era lo que ordinariamente significaba y significa, a saber, el evento de no pagar.

La real importancia que conlleva la acción por ineficacia se expresa en el antecedente que la posibilita, a saber, son descalificados los actos “perjudiciales para los acreedores otorgados en el período de sospecha”, a cuya regulación dedica la ley los arts. 115, 116 y 117, que según opinión generalizada de la que participamos deben leerse al revés, vale decir, empezando por el art. 117, que prescribe: “dentro de los treinta días posteriores a la presentación del informe general” –o sea la pieza del art. 39- “los interesados pueden observar la fecha inicial del estado de cesación de pagos propuesta por el síndico”.
De esos escritos de “los interesados” -que pueden, o no, ser acreedores- “se da traslado al síndico”, así como las “observaciones al informe que pueden presentar el deudor y quienes hubieran solicitado verificación” (art. 40). El artículo en examen dispone también que “el juez puede ordenar la prueba que estime necesaria”. Adviértase que “los interesados” que dice el párrafo inicial de ese artículo no tiene la facultad de pedir esa medida: “el juez puede” ordenarla si la estima necesaria. Concluye el art. 117 prescribiendo que la resolución que se dicte “es apelable”  por quienes hayan intervenido en la articulación y por el fallido.

Como se ve, todo una sustanciación, con participación del síndico, del fallido, de quien  hubiera pedido verificación y –entendemos- de terceros a quienes la acción por ineficacia pudiera afectar. Si comparamos la densa regulación sintetizada, con lo que dice el deudor en la pieza del art. 11 o la prueba de algún hecho en el limitado contexto del art. 83, veremos confirmada la opinión de muy antigua doctrina que destacaba esa circunstancia, aunque cotejándola solamente con el juicio de antequiebra.

  1. Otro supuesto legal que hace al estado de cesación de pagos –aunque, en este caso, por llamativa contraposición- se refiere a la quiebra directa voluntaria. Vimos que en la demanda de concurso preventivo, el estado de insolvencia es algo que el peticionario dice. En la quiebra directa forzosa, habrá que atenerse a la prueba de algún hecho, yello en el reducido ámbito de los arts. 83/4. En cambio, la determinación de “la fecha inicial del estado de cesación de pagos propuesta por el síndico” –art. 117- nos muestra todo un trámite, con eventual contradictorio y demás pruebas que pudiera ordenar el juez. Tenemos, entonces, “tres insolvencias”  así dicho para remarcar la independencia de cada una. Pero la ley, repitiendo un texto de la anterior en vano criticado hasta la burla, nos ofrece lo que en alguna publicación consideramos como una nueva modalidad lógico-deóntica creada por la ley de concursos, a saber, la obligación s´il vous plait, pues impone una obligación concreta –“la solicitud de quiebra por el deudor se debe acompañar…”-, pero ello para el caso de que el deudor guste cumplirla, pues tras prescribir lo que el peticionario “debe”,  la ley agrega: “sin que su omisión obste a la declaración de quiebra”.

Un agregado: secundum legem, es un caso en que se prescinde del presupuesto sustancial objetivo. En otras palabras, el deudor no debe ni siquiera decir que se encuentra en estado de insolvencia. A diferencia de los tres supuestos anteriores –dicho del deudor, prueba de un hecho por el peticionario, y sustanciación de los arts. 117 a 115-, el caso de la quiebra directa voluntaria se caracteriza por un silencio elocuente: el peticionario no necesita hablar de sus penas económicas.

  1. Ya no en la hipótesis de quiebra directa forzosa, la “declaración de quiebra en el extranjero es causal para la apertura del concurso en el país”  (art. 4 L.C.). Ello es extraño al estado de insolvencia, que la ley no menciona.    
  2. La extensión de la quiebra social al socio con responsabilidad ilimitada (art. 160 L.C. ) nada dice sobre su situación o no de insolvencia.
  3. La hipótesis del art. 161 incluye la actuación en interés personal, los controlantes y la “confusión patrimonial inescindible” (rectius,, “indiscernible”). Tampoco juega el estado de insolvencia.
  4. El llamado A.P.E. (acuerdo preventivo extrajudicial) comienza su regulación  con el art. 69, que se refiere a un contrato (no a un A.P.E fetal). El apista reúne a ciertos sedicentes acreedores; otrosí, por lo general no figura el acreedor auténtico contra el cual se dirige el operativo para imponerle un acuerdo sin posibilidad de defensa alguna. Groseros abusos, incluso indisimulados, fueron bendecidos por algunos jueces; premio consuelo, otros no se hicieron cómplices. En el contrato del art. 69 debe escribirse que el deudor se encuentra “en cesación de pagos” –digamos, en estado de cesación de pagos-, o sea en la imposibilidad de cumplir regularmente (…). Pero la ley no indica cómo se mostrará al magistrado esa situación. Se trata de una variante más que la ley exhibe sobre el estado de insolvencia.
  5. En caso de agrupamiento, el art. 66 prescribe que “para la apertura de concurso resultará suficiente con que uno de los integrantes del agrupamiento se encuentre en estado de cesación de pagos, con la condición de que dicho estado pueda afectar a los demás integrantes del grupo económico”.
  6. Una variante más sobre el rol del estado de insolvencia, aunque exceptivo: la quiebra de una sociedad se extiende a sus socios ilimitadamente responsables sin supeditarse a su estado de insolvencia, y les asiste el derecho de intentar la revocación de la sentencia, pero para ello deberán probar que no eran insolventes (de donde la extrañeza de ser innecesario probar su imposibilidad de cumplir para extenderles la quiebra, pero es necesario demostrar lo contrario para salir de ella).

 Diversa acepción, entonces, y plurales usos de la locución “estado de cesación de pagos”, a la que en diferentes momentos vamos a regresar. Agregamos ahora que definir el estado de cesación de pagos como “imposibilidad de pagar regularmente” es un enunciado cuyo sentido requiere un contexto (Hart); en la especie, la tradicional relación acreedor-deudor; otrosí, personas físicas, como ilustra el origen y prosecución por siglos de los regímenes falenciales –hasta, digamos, principios del XX- marca que sobrevive en la ley 19.551 y continuó, en el régimen vigente (arts. 2, 7, 8, 11 inc. 1º, 12, 14 inc. 1º y 7º, 25 in capit, etc.). Esas normas mencionan al concursado persona física, y a continuación prescriben lo pertinente para el caso de que la concursada fuese una persona jurídica (“El concursado, y en su caso los administradores…de la sociedad concursada…”, art. 25, “los comerciantes y sociedades concursadas, art. 2; “los deudores matriculados y las personas de existencia ideal…”, art. 11 inc. 1º; etc. La ley 19.551, que mantenía el régimen de calificación de conducta, incluía como “quiebra culpable” al fallido que hubiera realizado “gastos excesivos con relación al capital y al número de personas de su familia” o arriesgado “sumas considerables en juego o apuestas”).

El mero incumplimiento no equivale a imposibilidad de cumplir ni a la superfetación del famoso “estado”; sin embargo, ya dijimos que es inabarcable la experiencia de casos en que la quiebra se pronuncia con apoyo en sólo una obligación desatendida sin relacionarlo con el contexto  que orientaría sobre la significación –o no- de ese incumplimiento para fundar la declaración de quiebra. El conocimiento del activo y el pasivo, aceptando sólo disputando gratia que las explicaciones del deudor y las piezas que acompañase lo posibilitaran, tropieza con el óbice de que aquella noticia no nos informan sobre cuál es la situación real del deudor en el mercado, si apareció una poderosa competencia que lo excluye, o un nuevo producto que por calidad y precio opera el mismo efecto, o la relación de una sociedad con otras a ellas vinculadas se derrumba, o la pérdida del crédito o tantas distintas situaciones que quitan al mero conocimiento del activo y del pasivo la pretendida eficacia como para superar el dato fáctico de que el estado de insolvencia por ejemplo en la demanda del art. 11, es algo más que lo que el demandante y las piezas que acompañan dicen.

En el contexto de los arts. 83/4, un cheque rebotado sólo prueba el rechazo por el banco, pero no la imposibilidad de cumplir. El cierre de un local podía deberse a redimensionamiento, o a traslado a un lugar más conveniente. La venta “a precio vil” es compatible con la necesidad, tal vez urgente, de liquidar mercadería cuya estación concluye. El suicidio o el divorcio de un empresario puede explicarse por razones que no consistan en su situación negocial. Además es posible el “estado de cesación de insolvencia” sin incumplimiento, y no sólo por los casos d´ecole de quien malvende, o asume obligaciones imcumplibles, o paga sólo “al que grita más fuerte” como dice Pajardi, sino por motivos más serios. En 1970, Maffei  Alberti. señaló que el derrumbe de una empresa no siempre –sino, más bien, pocas veces- obedece a malos manejos de los administradores (retomaremos en el nº 5).

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Justificada por el demandante su calidad de acreedor, y asimismo algún hecho que autorizara a admitir prima facie que el demandado en el juicio de antequiebra se halla incurso en estado de insolvencia, “el juez debe emplazar al deudor para que, dentro del quinto día de notificado, invoque y pruebe cuanto estime conveniente a su derecho”. Hemos señalado que es estridente la diferencia del tratamiento que la ley dispensa  a una y otra parte: el acreedor no tiene ni tenía bajo la ley 19.551 plazo alguno para probar lo que le incumbe (el término, según Heredia, estaría dado por la notificación del emplazamiento al deudor). En asombroso contraste,  al pretendido cessatus se le otorgan cinco días no sólo para aducir las razones que convinieran a su derecho, sino también para probarlas. En lugar de un distinto tratamiento entre las cargas que sobrellevan actor y demandado en la instrucción prefalencial, podríamos ver una opción legislativa sólo atenta  al papel que cumple el peticionario, y no un régimen sustantivo y procesal de algún equilibrio. Repárese en que no sólo la ley 19.551 mantenía –en rigor, consagraba- esa preponderancia del acreedor, sino que cuarenta años antes la ley Castillo había dispuesto que “cuando la quiebra sea solicitada por acreedor legitimo, éste deberá presentar al juzgado la prueba de los hechos y circunstancia que indique y de los que resulte que el deudor ha cesado efectivamente en sus pagos (…)”. Tal era el régimenpara la quiebra directa forzosa. Encuanto al  fallente, el juez debía “oír previamente al deudor, a quien se citará al efecto”.

Eso era todo en orden a su defensa: oírlo; pero “adviértase que esa citación al deudor no implica un juicio de antequiebra en el que pudiera discutirse la procedencia o no de la medida solicitada, sino simplemente se trata de oírlo” (Eufrasio R. Loza, su comentario a la ley 11.719, p. 133). Otrosí, eso de citar al deudor siguió revelando la pobre estima legal sobre los derechos del mismo, al punto de que tanto la ley 19.551 como la 24.522, si bien disponen un emplazamiento al demandado, en la rúbrica de los artículos pertinentes siguen empleando la palabra “citación”.

Afortunadamente, la jurisprudencia atenuó en alguna medida el destrato legal para con el demandado, y aunque no corrió traslado de la demanda fijó la saludable costumbre de acompañar con la cédula de notificación una copia del escrito inicial incluídos  los documentos anejos. No es mucho midiéndolo con el eminente derecho a la defensa en juicio –los cinco días para “invocar y probar” son definitivos para calificar la postura legal sobre aquel derecho-, pero es todo lo que el tribunal podía hacer preter legem.  Heredia (t. III, p. 316) considera que el art. 120 c. prov. civ. autoriza la conclusión de que “siempre que esté en juego una vista o traslado” se deben acompañar copias. No detectamos ese alcance asignado al art. 120, que se refiere a “todo escrito del que deba darse traslado y de sus contestaciones, de los que tengan por objeto ofrecer prueba, promover incidentes, o constituir nuevo domicilio y de los documentos con ellos agregados, deberán acompañarse tantas copias…”, ello en el contexto de un juicio ordinario (así dicho para contraponerlo al proceso concursal), y “en el resguardo del principio de contradicción” (Arazi y Rojas), que obviamente no califica el rol del peticionario y del fallente malgrado sus posiciones antagónicas en el juicio de antequiebra.

 
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La respuesta del deudor al emplazamiento del art. 84 contempla, como es natural, la totalidad de los argumentos que hicieran a su conveniencia; entre ellos, aducir prescripciones o caducidades, si procedieran, acerca de la documentación que hubiera arrimado el peticionario, aunque neutralizando el valor de esos documentos no0 inhibiría la presunción de insolvente sino –Heredia- el carácter de acreedor del peticionario. Sea como fuese, la prueba instrumental de que pudiera valerse el deudor difícilmente se saldrá de algunos  pocos documentos usuales. El verdadero thema  se reduce, pues, a los comprobantes de los que el demandado dispusiera. Sin embargo, estimamos que es posible alzarse contra esos extremos procustianos. Por ejemplo, para inhibir el carácter expresivo de la insolvencia que el peticionario confiere a su –pensemos- cheque devuelto por falta de fondos, podría acompañar –pensemos asimismo- el balance de uno o más años con las legalizaciones y certificados que le otorgaran validez prima facie, o informes de bancos que expliquen la circunstancia del rechazo y posibilidades que a esa entidad constaran sobre la situación económica y financiera del fallente, u otras constancias pertinentes. Podría asimismo recurrirse a una testimonial impropia  al modo del art. 197 c. prov. civ. Todo ello, adviértase de lege lata. Mientras que de lege ferenda cabría auspiciar que en una reforma menos resignada a seguir manteniendo regulaciones imposibles –los cinco días del art. 84- se admitan reclamos de altas autoridades como los mencionados en el Nº XI, del capítulo IX, comenzando por desechar la exacerbada pretensión de sumariedad –al costo exclusivo del deudor- ello sin necesidad de trastrueque en orden a sumariedad. 

En el capítulo IX hicimos referencia a reclamos serios contra las limitaciones de los arts. 83 y 84 en cuanto a las pruebas cuya producción gravan tanto al acreedor como al deudor en la instrucción de la quiebra directa forzosa, de márgenes excesivamente estrechos sólo explicables por una fastidiosa ilusión de brevedad, ilusión impiadosamente destrozada por la experiencia de juicios prefalenciales cuya duración se expresa en meses y meses, con el  agregado, que también señalábamos, de que el art. 83 no fija límite al acreedor para probar lo que le incumbe, mientras que al deudor se lo fija (en cinco días). En especial, mencionamos un estudio del profesor Castello D´Antonio, quien siguiendo las huellas de un trabajo anterior de Bonsignori, se alza contra esa mengua y auspicia la admisión de medidas probatorias en el andar de la instrucción prefalencial.

Aquellas carencias y los actuales reclamos resultan potenciados cuando se trata de las defensas que puede intentar el deudor. En la mencionada publicación referimos unas pocas, limitadas básicamente a algunos documentos, o sea a “pruebas” ya ocurridas. Sin embargo, aún dentro de los límites del art. 84 L.C. consideramos que el deudor puede arrimar elementos de juicio, cuya aptitud probatoria valorará el juez, que no se limiten a explicar el porqué del cheque devuelto por falta de fondos, sino constancias atinentes a su situación patrimonial, a su lugar en el mercado, a su calificación financiera y tantos otros factores que podrían orientar al juez, sacándolo de la severa disyunción por sí o por no en orden al valor probatorio del cheque rebotado u otros documentos que acompañara el acreedor. El mismo banco que rechazó el cheque podría certificar sobre una larga vinculación inobjetable con el fallente, asimismo que disfrutó y disfruta de préstamos sin garantía, que antes del rechazo obtuvo a sola firma y devolvió en término sumas mayores que la del cheque hipotetizado, que -como leímos en un fallo de Tribunal italiano-, su firma era aceptada como afianzamiento, etc. Asimismo, copia de balances con la certificaciones que los validen, informes de cámaras empresariales que digan de sus posibilidades favorables no obstante el referido evento del rechazo, y suponemos que muchas circunstancias más que permitan al juez expedirse sobre la suficiencia, o no, o los límites del hecho que el acreedor adujo, en particular su valor demostrativo de que el deudor está o no está  impedido de atender ordinariamente sus obligaciones, e incluso las posibilidades de “flotantización” –sabroso término de un proyecto colombiano- que sería útil aporte para la mejor evaluación del magistrado. “El estado de insolvencia del empresario implica una consideración del patrimonio en términos dinámicos y prospectivos”, sentenció Bonsignori (cursiva agregada).

Se impone recordar, aún cuando brevemente, que el eventual reconocimiento del deudor es írrito, y así lo señaló Cámara: “corresponde la prueba, aún cuando el deudor se allanare a la demanda lo cual resulta inoperante en este juicio donde no hay disputa entre intereses meramente privados” (t. III, p. 1558/9). Repetimos por enésima vez –y, sin duda, no será la última- que algunas decisiones judiciales y hasta puntos de vista doctrinarios que otorgan valor suficiente a la “confesión” del deudor, únicamente se explican por la persistencia pugnaz del trasfondo interpretativo de sobra mostrado, esto es, el concurso como contienda acreedor-deudor. Tedeschi enseña que “la declaración de quiebra concierne a materia sustraída a la disponibilidad de las partes. De ello se deriva (…) que las afirmaciones contenidas en la demanda del deudor para la declaración de la propia quiebra no puede calificarse como confesión, y que por tal razón (…) no opera el principio de la prueba legal, por lo que la confesión o el juramento no pueden considerarse vinculantes (op. cit., p. 420). Cavallini considera “obviamente excluídas del elenco probatorio admisible los medios dirigidos a suministrar al Tribunal un aserto probatorio de naturaleza legal –confesión o juramento- a causa de la indisponibilidad del bien quiebra” (“Commentario alla legge fallimentare”, Milán 2010, t. I p. 323)

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El mero incumplimiento; entonces, no revela el estado de insolvencia. Lo dice la doctrina más atenta, pero al respecto citaremos dos pronunciamientos judiciales, producidos con notable claridad de enfoque. Uno de ellos trata del fallo de una Corte de Apelación italiana revocando una sentencia de  quiebra por estimar acreditado que “los acreedores instantes, vía ejecución, hubieran podido cobrar íntegramente sus créditos habida cuenta de las actividades e ingresos –arquitecto en ejercicio, profesor universitario rentado- cuyo cotejo con el discreto pasivo aseguraría el éxito de las acciones individuales” (el fallo se publicó en “Il Diritto Fallimentare”, 2000 I, 2º parte, p. 103).
 Nuestra jurisprudencia, tras un moroso desperezo, ha insinuado cierta inquietud en lo atinente a requisitos para que la pretensión del acreedor, amén de sustentarse en un crédito exigible, satisficiera determinadas condiciones que lo validaran como presupuesto bastante en orden a instancia. En “El Derecho” del 3/06/04 publicamos un trabajo titulado “¿Hay alguna diferencia entre incumplimiento y estado de cesación de pagos?, con motivo de un concienzudo fallo del entonces juez Favier Dubois en autos “Franzetti”. Se trataba de un nuevo pedido de quiebra por acreedor, repitiendo un intento de dos años atrás (actuaciones que habían caducado).
        Culmina la rareza del caso en el hecho de que el importe de la acreedora era de ciento ochenta pesos ($ 180), pero una inexplicable travesura computadoril lo hizo  aparecer como de ciento cuarenta y cinco mil ($ 145.000). Si no fuese por tan curioso error, la demanda de quiebra habría sido rechazada de sobrepique como dicen en fútbol, pero nos hubiese privado de las razones del juez, dignas de ser atentamente examinadas, y que a continuación simtetizamos:

  1. Se trata del segundo pedido de quiebra sobre la base del mismo título.
  2. El primer trámite había caducado en febrero/03. Hasta el segundo intento, casi dos años después, el demandado no acusó pedido   alguno de quiebra.
  3. El peticionario no intentó el cobro por vía judicial.
  4. No fundó “un interés de su parte en obtener la declaración de falencia del demandado”.
  5. Tampoco acreditó “verosimilitud suficiente respecto del elemento objetivo de todo proceso falencial” (o sea  el estado de insolvencia del deudor).

 

En la segunda petición sobre la base del mismo título, el juez estimó que aquel lejano incumplimiento era insuficiente para considerar al demandado en estado de insolvencia pues el peticionario no acreditó  “la verosimilitud suficiente respecto del elemento objetivo de todo proceso falencial”, dado que “la falta de pago alegada no demuestra por sí misma el estado de insolvencia del deudor”, y reprocha al instante la carencia de investigación suficiente para mejorar la significación del “mero incumplimiento que adujo”. Tampoco justificó “un interés de su parte en obtener la declaración de falencia del demandado”,  reprochando al acreedor por no acreditar hechos que pudieran estimarse “reveladores” del estado de insolvencia.

Nuestra coincidencia total con el Dr. Favier Dubois se expresó en el trabajo aludido, esto es, que no es procedente simpliciter viabilizar un pedido de quiebra directa forzosa sobre la mera base de una obligación desatendida.  Señalamos asimismo algo que nos preocupa y ocupa desde hace añares, a saber, que el juicio de antequiebra es de carácter contencioso y no un momento del proceso falencial. Malgrado las confusiones que subsisten al respecto, nadie podría discutir que si el juez rechaza el pedido de quiebra sólo habrá existido la instrucción prefalencial -de índole contenciosa como dijimos con insistencia-, y únicamente en caso de que prosperara la demanda con la sentencia que constituye la quiebra, comenzaría, al par,  proceso inquisitivo. Por tanto, no declarada aún la quiebra  es aplicable el art. 34 c. proc. civ. que en su inc. 5º impone al juez el deber de requerir del demandante su información acerca de los trámites que hubiera realizado para obtener del deudor la satisfacción de su crédito. La sentencia que rechazó la instancia fue confirmada por la C. Nac. Com.

          Parecido en algunos aspectos, aunque menos feliz, fue la intervención de nuestros tribunales en un caso (“Cotramex” S.A.) que en parte se asemeja a Franzetti, porque el acreedor intentó también dos veces que se pronunciara la quiebra de su deudor. En la primera oportunidad lo consiguió, pero ni el peticionario ni otros posibles acreedores pidieron verificación, por lo cual la quiebra concluyó (art. 229). Ante un segundo pedido –“aquel pretenso acreedor reitera ahora su demanda”-, el Tribunal se encontró frente a dos problemas distintos: por un lado, si el crédito de quien repitió ahora su demanda subsiste o no tras la quiebra anterior que había concluído. Caso afirmativo, si sobre la base del mismo crédito es posible reiterar el pedido de quiebra. Tanto el juez como la Cámara respondieron por la afirmativa al primer interrogante y por la negativa al segundo.
La primera conclusión es indiscutible: el crédito del peticionario no desaparece en caso de conclusión de la quiebra vía art. 229 L.C. En cambio, no es tan sencillo decidir si procede o no la re-petición con apoyo en el mismo crédito. La Cámara lo negó, pero con fundamento implausible: dijo que “concluído aquel proceso por inacción del sedicente acreedor” –es decir, porque no pidió verificación-, “no es posible reiterarlo: intentada una vía y consumida no cabe reincidir en la misma”.
¿Consumida? Hasta ahora, no conocíamos ese modo de conclusión de la quiebra. El verdadero fundamento -el Tribunal lo tenía ante los ojos- consiste en que determinado hecho, que un año atrás pudo considerarse “revelador” del estado de insolvencia, no lo está, ceteris paribus, a la hora del re-pedido. Esto es, se trata de la actualidad o no del hecho que hace un año hubiera dado pábulo a aquella manifestación, no que el actor había consumido su derecho a demandar la quiebra como quien agotó el límite de uso de la tarjeta S.U.B.E.

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Aquella composición entre el incumplimiento revelador, y el estado –de insolvencia- que resultaría revelado, perdió hace décadas su tradicional operancia. Del notable libro de Maffei Alberti “Il danno nella revocatoria” –año 1970- trascribimos los siguientes pasajes: “en la economía moderna, caracterizada por una organización de los factores de la producción cada vez más compleja, la crisis de una empresa comercial raramente es causada por actos dispositivos llevados a cabo por el empresario, sino que más bien deriva de una organización equivocada de los factores de la producción. Causa de la insolvencia son, más frecuentemente, las dimensiones no económicas de la empresa, o la insuficiente automatización, o la relación errada entre liquidez e inmovilizaciones, o la poca elasticidad del sistema productivo que no permite adecuar los costos fijos a una contracción de la demanda, por la inexacta determinación de los costos de producción…”(p. 3). En las p. 151/2 escribió que la insolvencia “no desciende necesariamente del perjuicio provocado por los actos revocables, sino que puede estar ligada a circunstancias por completo extrañas como la no competitividad de la empresa, un imprevisto cambio de gusto de los consumidores, la consecuencia de un nuevo descubrimiento que sustituye ventajosamente ciertos productos…”.Y  en la p. 252, casi al final de la obra, completa la idea: “…no necesariamente, y más bien como rareza, el surgimiento o la agravación del estado de insolvencia del empresario comercial están determinados, en la economía moderna por singulares, bien individualizables actos del empresario depauperatorios del patrimonio”.

      La imposibilidad en que se encuentra un empresario de continuar sus actividades no podemos relacionarla sin más con un incumplimiento rutinario, supuestamente revelador de un estado (de insolvencia). Alguna vez mencionamos el problema creado a nuestros grandes frigoríficos exportadores cuando  la –entonces- “Comunidad Económica Europea” cesó en las compras y aquellos poderosos emprendimientos fueron cerrando uno tras otro. También referimos el insoslayable ejemplo de la famosa píldora anticonceptiva, bruscamente frenado al aparecer el Sida. Son casos que destrozan a una empresa antes de que se concrete su decoctio, al modo que dice Maffei Alberti. Sin embargo, entre nosotros sigue siendo casi mecánica la correlación incumplimiento-estado. El fallo del Dr. Favier Dubois previene contra esa fácil correlación

En el capítulo anterior vimos que cierta doctrina de avanzada estima insuficiente la vieja caracterización del estado de insolvencia como “imposibilidad de cumplir regularmente”, calificando la regularidad con un componente más, a saber, cumplir regularmente “con medios que directa o indirectamente provengan del ejercicio de su actividad”,  lo cual traduce al par la viabilidad de su posible recuperación. Asimismo recordamos la repulsa del criterio según el cual el estado de insolvencia sólo puede acreditarse probando hechos ya ocurridos, vale decir, se va generalizando un reclamo de apertura hacia pruebas a producir durante el juicio de antequiebra. Además de esos óbices, lo que estimamos de mayor importancia es el reproche de que “la falta de pago alegada no demuestra por sí misma el estado de insolvencia del deudor”, e invoca asimismo la “falta de investigación suficiente” por parte de la peticionaria en orden a la configuración del estado de insolvencia que imputa al deudor. Ello confirma algo que en todo momento hemos señalado y, a sabiendas, repetido, a saber, la imagen desteñida pero vigente de la remota asimilación de la quiebra directa forzosa con un juicio de acreedor versus  deudor por cobro. Agreguemos el “fenómeno de inercia” que lleva a “apartarse lo menos posible” del terreno familiar, y enfocar “los problemas nuevos utilizando los esquemas ya conocidos y familiares” como vimos que señalaba De Nova, asimismo el vocabulario propio de los procesos más familiares.

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Varias veces recordamos la añosa imagen del comerciante persona física en conflicto con unos cuantos acreedores también personas físicas. Esa imagen simplicísima de la quiebra ha sentado su impronta en largos siglos ulteriores. Son esas fijaciones que se nos han hecho naturaleza, y por eso no las cuestionamos.
Recordemos un ejemplo: a la hora de homologar para elevar o no a concordato un arreglo alcanzado entre el deudor y sus acreedores, no se repara en que se está empleando el mismo criterio según se trate de aquel fallido de hace siglos con sus “diez o doce” acreedores –Bonelli-, o una empresa cuya importancia puede medirse por los plurales e importantes intereses ligados a su suerte. Es decir, con la misma estructura mental  y el mismo lenguaje nos manejamos frente al comerciante “onesto e sventurato” de hace un siglo que ante el Barclays, sin advertir que en el primer caso miramos para atrás –homologar porque-, y en el otro lo hacemos hacia adelante, esto es homologar para. Incluso se ha desatendido una antigua experiencia relativa a las dificultades para fundar la no homologación de un arreglo en situaciones contempladas explícitamente por nuestra ley anterior,  cuyo art. 61 ofrecía un amplio menú de impedimentos, entre ellos “si el deudor, en relación a las causas que provocaron su cesación de pagos y su propia conducta, es merecedor de una solución preventiva” (inc. 5º). Es obvio que la ley pensaba en el comerciante individual –“su propia conducta”- pero también es obvio que el ámbito denotativo de la disposición abarcaba a todo posible concursado, incluso sociedades; y los quiebristas preguntaban cómo se podía juzgar la “propia conducta” de una sociedad. (Nuestro Derecho Concursal, tomo II p. 128  a 150).

Otro punto para medir la actualidad o no de los criterios persistentes en vista a un concordato, lo da el hecho notorio de que desde su origen  en los siglos XIII / XIV hasta las primeras décadas del siglo XX los acreedores eran los amos de su derecho, mientras que desde 1934 al menos –Berle y Means- fue señalada a nivel de grandes sociedades accionarias la diferencia entre la propiedad y el manejo del capital, lo que separa, por un lado, la titularidad del crédito, y por otro su postura ante un concurso. Confluye el hecho de que un concordato al modo familiar apuntaba al pago que debía hacerse a los acreedores –nuevamente mirando para atrás-, mientras que el interés en la conservación de la empresa, aún cuando en función de su importancia, ha llegado a desplazar al grupo creditorio del primer lugar que por largos siglos mantuvo. Y no de ahora: el art. 1º de la ley francesa de 1985, aún vigente, establece con expresiva elocuencia que el procedimiento que instaura apunta a la recuperación de la empresa, al mantenimiento de los puestos de trabajo y al arreglo del pasivo (esto es, el pago a los acreedores). Veinte años después -26/julio/05-, se incorporó al código de comercio el régimen de “Sauvegarde”, “abierto a pedido de un deudor (…) que, sin estar en cesación de pagos, justifique dificultades que no está en condiciones de superar. Ese procedimiento está destinado a facilitar la reorganización de la empresa a fin de permitir la prosecución de la actividad económica, el mantenimiento del empleo y el arreglo del pasivo”. E Italia, el régimen de recuperación de “las grandes empresas en crisis” contiene un tránsito desde la *tutela de los acreedores como altísimo interés público* a la asunción de determinaciones que inciden sobre la masa activa, *teniendo también en cuenta también el interés de los acreedores*. Se trata -dice Tarzia- de “un tema que parece involucrar todos los procedimientos por la escisión (…) entre la persona del empresario y la empresa, y por la acentuación (…) del interés en la *conservación* de la empresa “teniendo en cuenta también la salvaguarda de los intereses de los trabajadores” (“Esecuzione forzata e procedure concorsuale”, 1994, p. 588) y en esa puja entre los acreedores y el personal dependiente es notorio que la balanza se inclina cada vez más por los últimos. Rojo, en notable trabajo que varias veces hemos citado, escribe: “en el momento actual, al interés público (…) se ha añadido uno nuevo: los trabajadores irrumpen en la realidad de la empresa”. Más adelante se refiere “al hecho innegable de que sin la colaboración de los trabajadores no resultan viables los planes de salvamento y reorganización de la gran empresa.  Como se ha señalado con acierto, una de las razones que explican el fracaso de las modernas leyes concursales es no haber comprendido que, en el momento actual, la suerte de la empresa no puede depender solamente de la voluntad de los titulares de los créditos. Habrá que meditar, pues, sobre la conveniencia de sustituir la junta de acreedores por una junta del concurso, en la cual, junto con los titulares de crédito divididos en grupos, estarían presentes los trabajadores con independencia de su eventual condición acreedora, es decir, no como acreedores en sentido técnico-jurídico, sino como acreedores del puesto de trabajo”.

¡Acreedores del puesto de trabajo! Esa colaboración de Rojo figura en la “Revista del Derecho Comercial y de las Obligaciones”, 1981, p. 272 y 292. Y es un lujo para la doctrina del derecho concursal. Nadie se extrañará de que nuestros legisladores hayan sido por completo indiferentes –o por completo desconocedores- acerca de ese aporte del gran jurista español.  Tampoco fue receptado por quienes proclaman derechos y más derechos de los “trabajadores”, por supuesto que jugados a las inquietudes –honni soit qui mal y pense- de los compañeros dirigentes.

 Tampoco era de esperar mucho: nuestras leyes concursales han mantenido la estructura básica de la ley 4.156 del año 1902, a saber, el concurso como un partido entre los acreedores y el deudor, y sus iniciativas, a veces confluentes, a veces contrapuestas, pueden llevar a la solución ideal de un concordato (si el deudor lo propuso y los acreedores aprobaron), o a la quiebra si algún acreedor la demandó y el deudor no pudo neutralizar el pedido.  Veremos en seguida una muestra más de aquel porfiado estancamiento, a saber, la estructura de un proceso concursal asimilable a la exhiben los familiares juicios por cobro.
 

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Por gentiliza de nuestro amigo Truffat sabemos que comentará el fallo recaído en un caso reciente, que incluye una valiosa mise au point de un viejo tema –“viejo, pero no envejecido” diría Nietzsche- localizado en el centro, bien en el centro de la materia concural, a saber, el diuturno presupuesto objetivo de apertura, o sea el tema que hace al  estado de insolvencia. En su examen corrió abundante tinta, y hace algunas décadas pareció haberse puesto punto final a toda posible duda. Sin embargo, como bien dice Truffat en su nota, “ha reverdecido como típico debate en los últimos tiempos”.

 El fallo aludido tiene, por cierto, mucha miga. Además, se trata de una decisión dividida, lo cual promete discrepancias enriquecedoras. Y, last but not the last, fue cuidadosamente redactado, agregando de ese modo una elegancia infrecuente a las razones expuestas en un sentido y en otro (C.Nac.Com.,“F”, Diciembre 1/2011). Fue promovido por demanda de acreedor sobre la base de un pagaré por US$ 180.000. Emplazada la deudora en términos del art. 84 L.C., invocó en su defensa la contratación de un seguro de caución cuyo importe excedía el monto de la deuda, acompañando la póliza. El problema, bien planteado por el voto en disidencia, consiste en resolver si tal seguro neutraliza, o no, el presunto estado de insolvencia en que se fundó la afirmación del peticionario sobre el estado que atribuía a la deudora. En su trabajo, Truffat entiende que “cuando el deudor no deposita, sino que lo hace un tercero, corresponde presumir que en principio no ha desvirtuado la presunción de hallarse en cesación”. En este punto resulta lógico el voto de la Dra. Tevez, quien agrega: “ese pago por tercero –o esa garantía por tercero, a cara descubierta- no destruye la presunción sumaria de que el deudor se encuentre imposibilitado para cumplir”, criterio que compartimos. Según el voto en minoría, entonces, la declaración de quiebra sería procedente. 

El voto mayoritario, propiciando el rechazo de la demanda, plantea asimismo con claridad el problema, que supone “examinar si el seguro de caución contratado por la presunta deudora a fin de suplir la exigencia del depósito desvirtúa  la alegada cesación de pagos”. Pero si bien es correcto el planteo, se impone una reserva porque una cláusula subordinada debería ser, entendemos, excluida; a saber, la mayoría habla de la operancia del seguro de caución “contratado por la presunta deudora a fin de suplir la exigencia del depósito”, argumento casi central para la decisión denegatoria. Lo ratifica el siguiente considerando: “estima esta Sala que con la contratación de la póliza de caución (…) el demandado ha logrado neutralizar la presunción de insolvencia en que se apoya la falta de pago de la deuda”.
La ley de concursos, escribe Truffat, “no activa muchos de sus institutos, ni siquiera uno tan contundente y tremendo como la quiebra directa pedida por acreedor, con base en certezas, sino que, presidida como está por un cierto espíritu de urgencia –al que el art. 278 llama con pudor “rapidez y economía del trámite concursal”-, se maneja con “juicios provisorios” sustentados en acreditaciones sumarias (…). Cuando al deudor se lo llama para que invoque y prueba cuanto estime conveniente a su derecho (…) se lo convoca para que ejerza de modo muy mínimo, muy restringido el sacrosanto derecho de defensa en juicio (…). En última ratio, se lo convoca para que desvirtúe la acreditación sumaria de su estado de cesación, y en tal etapa del juicio ésta no pasa de ser una mera presunción con base en algún hecho revelador. Como el hecho revelador por antonomasia es la mora en el cumplimiento de una obligación (…), en definitiva se le brinda la oportunidad de que evite el avance del pedido, mediante el depósito del monto que sustenta la presunción de incumplimiento, en pago, o a embargo”.

Es inexcusable el recuerdo de las densas páginas que escribió Lorente (“El pedido de quiebra por acreedor: Mitos y Realidades”) en la revista “Derecho y Empresa”, 1995, nº4, p. 220 ss. El apartado nº II se titula “Finalidad y abuso del pedido de quiebra por acreedor”, y repudia la práctica que parece inamovible de obtener, demandando la quiebra, el pago punto menos que inmediato; y es que, según vimos que señalaba Truffat, los cinco días que el art. 84 concede al fallente casi no le permiten ejercer otra defensa que depositar, ello con el auspicio jurisprudencial de que el pedido de quiebra se transforme, como se transformó, en un juicio ejecutivísimo pues el demandado, si no se considera con razones bastantes y ejercitables en cinco días para frenar la demanda, se aviene, con vocación componedora, a un arreglo persona-a-persona  con el acreedor.

Esa lamentable desviación fue auspiciada por una jurisprudencia que prefiere consentir, o hacer como que no ve, que “es muy corriente abusar de los pedido de quiebra como medio coactivo de cobro: la quiebra por solicitud de acreedor no ha dejado de ser, en la absoluta mayoría de los casos, el medio de coacción rápido y barato de cobrar al deudor solvente (…), a tal punto que aún se puede reputar exacta la estadística vertida en la fundamentación del fallo plenario de la C. Nac. Com. en autos *Carrocería Serra*” según el cual “sólo el diez por ciento de los pedidos de quiebra iniciados terminan efectivamente en quiebra. ¿Qué significa tal estadística? Por un lado, no nos engañemos, que nueve de cada diez acreedores cobren su crédito” (Cámara, Tomo III, p. 1691/2).

Es decir, notificado el deudor del emplazamiento art. 84, o enterado de la demanda  al modo que fuere, “arregla” con el demandante. El trabajo citado de Lorente destaca, con agudeza, un detalle exquisito (y bien prontamente detectado, pues su trabajo es cercano en pocos meses a la sanción de la ley 24.522), a saber, de la reforma de 1995 resulta reforzado el criterio doctrinal que veía en la facultad de pedir la quiebra de su deudor un derecho concedido al acreedor en su interés individual”, pues “al art. 87 (…), sincerándose, reconoce la habitual práctica de utilizar el pedido de quiebra como vía individual de cobro permitiendo que el legitimado desista de la acción”, “el art. 87 (…) otorga al acreedor peticionario” la posibilidad “de desistir su pedido de quiebra en tanto y en cuanto no se hubiere efectuado la citación al deudor a dar explicaciones a tenor del art. 84” , lo cual importa “considerar al pedido de quiebra por acreedor como una instancia privada  otorgada a éste de poner en movimiento un proceso jurisdiccional voluntariamente, al que también por su sola voluntad, puede ponerle fin”,  lo cual exterioriza un “ejercicio extorsivo del pedido de quiebra por parte de acreedores inescrupulosos que, pudiendo elegir entre dos vías o procedimientos para hacer efectivo su legitimo derecho al cobro de su crédito –la ejecución individual o el pedido de quiebra-, optan por el que resulta más oneroso o perjudicial para el deudor”, lo cual “configura un abuso de derecho…” (p. 223/4)

Si estuviéramos en primavera –no lo estamos: julio/12- podríamos decir que el cambio señalado por Lorente es un progreso sobre la tesitura jurisprudencial inamovible consagrada bajo el régimen de la ley anterior, pues ante la misma situación de hecho -demanda por acreedor-, el modo de finiquitar esa situación bajo la ley 19.551 consistía en arreglar, y el acreedor dejaba perimir el trámite, lo cual insumía algunos meses, mientras que la mejora del art. 87 que destaca Lorente permite al peticionario desistir sin máscara. El abuso de fondo resta inatacado, pero la forma fue favorecida por la ley vigente.

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Otra modalidad asimilable consiste en depositar el monto adeudado, dándolo en pago al acreedor instante o a embargo. Es de lamentar que también esa deformación del juicio de antequiebra hubiera sido aceptada por la jurisprudencia, que incluso puso el hombro adecuando la suma a los cambios del valor monetario de un modo que promete repetirse (esto es, en viejos tiempos de inflación descontrolada padecimos aquellas indexaciones que desesperaban a los litigantes y enloquecían al tribunal. El posible regreso es una sensación ampliamente compartida en el foro, de modo que no estamos ante “aserciones que se autoconfirman” como dicen los sociólogos).
Agregamos una síntesis de argumentos que sostuvimos en diversas publicaciones, limitando la referencia al punto central del caso que hemos destacado, esto es, si el depósito del importe cuya deuda acreditó el actor neutraliza la presunción de que el demandado es insolvente, y en especial si es el único medio adecuado a ese fin:

  1. En primer lugar, la exigencia del depósito arrastra la caracterización de la quiebra de hace siete u ocho siglos en que era producida  por el incumpliendo, aspecto conservado hasta fines del siglo XIX y explica el esfuerzo de Fernández para limitar su operancia; pero el vocablo nunca perdió el halo  de factor definitivo.
  2. En segundo término, no es necesario que la imposibilidad de cumplir se traduzca en un incumplimiento. Hace cuarenta años Maffei Alberti explico en su libro “Il danno nella revocatoria” que en la economía moderna rara vez la crisis de una empresa comercial obedece a actos dispositivos del empresario” (transcribimos pasajes en el Nº 5 de este capítulo).
  3. Al respecto, vimos que según Fernández puede haber quiebra sin incumplimiento, así como incumplimiento sin quiebra (esto último lo graficaba Pajardi hablando del deudor que sólo paga “al que grita más fuerte”).
  4. La exigencia que impugnamos significa atenerse a un hecho –o a una omisión- que inexorablemente pertenece al pasado. Ferrara enfatiza que “no es exacto decir que presupuesto de la quiebra es el estado de insolvencia, sino que lo es la manifestación de ese estado y ello con un condicionamiento temporal respecto de la sentencia que constituirá –o no- la quiebra.
  5. El “incumplimiento” clásico consistía en omitir un pago, y ello se entendía característicamente como no entregar al acreedor el bien adeudado. Pero puede ser muy distinto el antecedente, y un fallo lo consagró en el caso de una obligación atípica, esto es, no una obligación de dar, sino de hacer  (“Ercole c/ Biscardi”, Juzg. Civ. y Com. de Rosario, 3/VI/80): el  ulteriormente fallido no cumplió su obligación de escriturar la venta prometida de un inmueble por impedirlo diverso gravámenes asentados en el Registro de la Propiedad.
  6. Neutralizar la demanda con un depósito presupone olvidar que un incumplimiento, para que valga como expresivo de la imposibilidad de cumplir, debe ser apreciado en función de la situación económica, financiera, comercial, etc. del deudor que condiciona el significado de aquel término, y ello relacionado con el criterio, prevalente desde hace décadas, de la recuperabilidad o no que exhibe la demandada.

 

Omitimos referencias de sobra conocidas que concurren a ratificar la obviedad de que no es necesariamente una deuda dineraria la que ha de invocar el peticionario de la quiebra directa forzosa  a modo de hecho revelador del estado de insolvencia. Y no por las previsiones de plurales incisos del art. 79, sino porque esas previsiones, atrasadas en cincuenta años, repiten las de suyo atrasadas de la ley 19.551.
Se ha discutido con preocupación si tras el depósito que un juez admite con efecto neutralizante de la presunción enancada en el incumplimiento acreditado por el peticionario, las costas deben ser impuestas al deudor, que se reconoció tal, o al acreedor, cuya demanda se desestima. Inabarcables las opiniones y los argumentos, casi siempre válidos; pero no es tema para nosotros en este momento. Lo que es indefendible, pensamos, es un doble presupuesto, a saber,

    Una vez más, se ratifica la vigencia del proceso concursal visto como asunto de un acreedor versus el deudor.
    • Que tanto el hecho del incumplimiento denunciado por el actor, como el depósito del deudor, son tenidos por válidos en un caso para traducir y en el otro para enervar el estado de cesación de pagos, estado que –lo consignamos una vez más- no puede considerarse acreditado sin conocer la situación del fallente en su activo, su pasivo, su posición en las actividades que desarrolle, las posibilidades de salir a flote, etc.

    Fecha: 11 de julio del 2012