La crisis de legitimidad de las finanzas

Autor: Simon Johnson

La reciente salida de Robert Diamond de Barclays es un punto de inflexión. Desde luego, ya había ocurrido antes que se hubiera obligado a abandonar su cargo a consejeros delegados de bancos importantes. Chuck Prince perdió su empleo en Citigroup por haber corrido riesgos excesivos en el período inmediatamente anterior a la crisis financiera de 2008 y, más recientemente, Oswald Grübel, de UBS, fue despedido por no haber impedido transacciones no autorizadas que ascendieron a 2.300 millones de dólares.

Pero Diamond era un banquero que supuestamente estaba en la cumbre del gremio. Se decía que Barclays había superado la crisis del período 2008-2009 sin haber contado con apoyo estatal y, aunque recientemente se había descubierto que su banco había violado diversas normas: entre otras cosas, por determinados productos vendidos a los consumidores y por cómo había notificado los tipos de interés, Diamond había logrado distanciarse de los daños resultantes.

Las crónicas periodísticas indican que los reguladores estaban dispuestos a conceder un salvoconducto a Diamond… hasta el momento en que hubo un súbito y grave contraataque político. Diamond empezó a contraatacar, a su vez, apuntando su dedo acusador al Banco de Inglaterra. En aquel momento, tuvo que abandonar.

Del fin de Diamond en Barclays se desprenden tres enseñanzas más generales.

En primer lugar, el contraataque político no procedió de simples diputados o espectadores carentes de información y marginales. Los políticos más importantes de todos los partidos del Reino Unido condenaron unánimemente las acciones de Barclays, en particular en relación con sus engaños sistémicos al informar sobre los tipos de interés, expuestos en el escándalo del Libor. (El “tipo de oferta interbancaria de Londres” es una referencia fundamental para los préstamos en todo el mundo, incluida la fijación de precios de los derivados).

De hecho, el ministro de Hacienda del Reino Unido, George Osborne, llegó hasta el extremo de decir: “Si el fraude es un delito en los negocios corrientes, ¿por qué no habría de serlo en la banca?” De ello se desprende claramente que en Barclays se cometió fraude: una afirmación grave de labios de un ministro de Hacienda de Gran Bretaña.

Después de cinco años de escándalos en gran escala en el sector financiero mundial, se está agotando la paciencia. Como dijo Eduardo Porter en The New York Times:

“Los mercados mayores permiten los fraudes mayores. Las empresas mayores, con balances más complejos, tienen más lugares en los que ocultarlos y los bancos, cuando llegan a ser demasiado grandes para que ningún gobierno permita su quiebra, tienen el incentivo mayor de todos”.

En segundo lugar, Diamond pareció pensar que podía enfrentarse al poder británico en su conjunto. Subordinados suyos filtraron el tenor de una conversación que afirmó haber mantenido con Paul Tucker, funcionario superior del Banco de Inglaterra, de la que parecía desprenderse que éste había dicho a Barclays que notificara cifras de tipos de interés inexactas.

Diamond olvidó, al parecer, que la continuidad de cualquier banco con un balance grande en comparación con la economía nacional –y su capacidad para conseguir beneficios para los accionistas– depende enteramente del mantenimiento de una buena relación con los reguladores. Barclays tiene unos activos totales de unos 2,5 billones de dólares –aproximadamente, el tamaño del PIB anual del Reino Unido– y ocupa entre el quinto y el octavo puesto –según cómo se valoren los balances– del mundo en importancia. Los bancos de esa escala se benefician de enormes garantías estatales implícitas; eso es lo que significa ser “demasiado grande para quebrar”.

Al parecer, Diamond se creyó su propia retórica: que su banco y él eran decisivos para la prosperidad económica del Reino Unido. Los reguladores no aceptaron su farol y lo obligaron a dimitir. Ante esa noticia, el precio de las acciones de Barclays subió ligeramente.

La enseñanza final que de ello se desprende es la de que los grandes enfrentamientos entre la democracia y los grandes banqueros están aún por llegar… tanto en los Estados Unidos como en la Europa continental. En la superficie, los bancos siguen siendo poderosos, pero su legitimidad sigue desmoronándose.

Jaime Dimon, consejero delegado de JP Morgan Chase, presidió este año decisiones arriesgadas del tenor de casi 6.000 millones de dólares (podríamos llamarlo un desastre de “tres Grübel”) y, sin embargo, su empleo parece seguir estando seguro. Dimon sigue incluso en el consejo de administración del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, pese a que ésta está profundamente implicada en la investigación no sólo de las pérdidas en transacciones de JP Morgan Chase, sino también de su posible participación en el escándalo del Líbor, que va en aumento.

Como Dennis Kelleher, presidente del grupo de impulsores Better Markets, documentó en un reciente testimonio ante el Congreso, dos años después de la aprobación de la legislación Dodd-Frank el sistema bancario de los EE.UU. sigue esforzándose mucho –y eficazmente– para socavar una reforma válida. (El testimonio de Kelleher es una evaluación de lectura imprescindible, como tambiénsu declaracion inicial ante el Congreso.)

Pero, aun así, se están logrando avances. Dimon es el rostro público de la resistencia de los megabancos a las reformas, por lo que las repetidas ocasiones en que ha quedado en ridículo en público fortalecen a quienes quieren frenar los excesivos e irresponsables riesgos a los que se han expuesto dichos bancos.

Entretanto, la situación europea parece explosiva. El planteamiento de la reglamentación bancaria hecho por la Unión Europea alentó a las entidades financieras a cargarse de deuda estatal, activo supuestamente “carente de riesgo”. Ahora bien, dada la profunda crisis de la deuda soberana en la periferia de la zona del euro, las suspensiones de pagos estatales amenazan con acabar con los bancos grandes. El Banco Central Europeo ha facilitado mucha “liquidez” de emergencia a los bancos, que éstos utilizan para comprar más deuda estatal, lo que reduce sus tipos de interés a corto plazo, pero crea posibles pérdidas aún mayores en caso de una posible suspensión de pagos

Los bancos y la política están profundamente imbricados en todas las economías avanzadas. Diamond descubrió que en última instancia los políticos vencen a los banqueros… al menos en el Reino Unido.

Pero lo que de verdad importa es la legitimidad y la opinión pública informada. ¿De verdad se sigue creyendo en la dudosa idea de que los megabancos, tal como están constituidos actualmente, son buenos para el resto del sector privado y, por tanto, para el crecimiento económico y la creación de empleo? ¿O se está empezando a considerar más en serio la idea, cada vez más generalizada, de que los megabancos mundiales y sus dirigentes han llegado a ser, sencillamente, demasiado poderosos y peligrosos?

 

Publicado en: Project Syndicate (Julio del 2012)