SOBRE UN ACCESO AL PROCEDIMIENTO CONCURSAL

Autor: Osvaldo J. Maffía

 

(CAPÍTULO XI)

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En el capítulo anterior habíamos mencionado que Lorente reprochó a la ley 24.522 por haber blanqueado el empleo extorsivo del pedido de quiebra directa forzosa, pues mientras bajo la anterior, tras “arreglar” con el demandado, el acreedor debía esperar a que transcurriera el plazo de la perención, el actual art. 87 permite desistir derechamente (antes de notificarse al demandado el emplazamiento del art. 84). Culmina así una historia, prescindible pero muy interesante, que el lector puede saltear sin inconveniente alguno; pero optamos por exponerla para mostrar cuántos pasos fueron dados antes de llegar al presente art. 87.
Dice bien Heredia (t. III, p. 457) que “hasta la sanción de la ley 19.551 nuestra legislación concursal no tuvo norma alguna que disciplinara lo atinente al desistimiento de la pretensión de quiebra directamente instada por un acreedor. Con todo, bajo la vigencia de la ley 4.156, la jurisprudencia admitió el desistimiento bajo ciertas condiciones (…)”. Por su parte, la ley 11.719 “únicamente aludió al desistimiento por el fallido en su art. 68” (fallido que había solicitado su propia quiebra), “pero la jurisprudencia interpretó que dicho precepto alcanzaba también al desistimiento de la pretensión instada por acreedor (…) antes de la publicación de edictos”. Y aquí empieza la historia prometida.
Tras los escasos antecedentes señalados, se produjo bajo la vigencia de la ley 11.719 un nivel de abusos desembozados que ponen en jaque no ya el ideal de justicia, sino la eficacia del régimen lato. La ley no prohibía ni limitaba el pedido de quiebra por el propio deudor, y como ese trámite impedía o frenaba los pedidos de quiebra, la consigna prontamente sentada consistía en promover la “convocatoria de acreedores” -como se llamaba al después denominado “concurso preventivo”-, llevar el trámite lo más lentamente posible, y en vísperas de la “junta de acreedores” que votaría la propuesta de concordato, desistir y promover, a veces en el mismo momento, una nueva convocatoria, casi siempre en términos idénticos. El límite temporal para el abuso lo fijaba la junta de acreedores, porque la votación podría ser desfavorable, o si fuese favorable podría no ser homologada, o si, alcanzado el concordato, su eventual incumplimiento, todo lo cual conduciría a la quiebra.
Dijimos que, por lo general, al mismo tiempo se desistía del juicio en trámite y se promovía otro, ello posibilitado porque el desistimiento era presentado en el expediente ante el juzgado, y el pedido de convocatoria se radicaba en la Cámara de Apelaciones. Ante la notoriedad del abuso, que frenaba sine die los pedidos de quiebra o su trámite según fuera el caso, los magistrados no solamente descalificaban esa conducta, sino que muchas veces se expresaban en términos de duro reproche, pero ante la patencia del abuso y los reiterados reclamos de quienes lo padecían se resignaban a decir que el acreedor debía tratar de que la quiebra se decretase en el intervalo entre el desistimiento de una convocatoria y la promoción de la sucesiva. Es fácil imaginar que tantos magistrados dignos, muchos de ellos eminentes, habrán sufrido los dolores de Hécuba, pero frenando su exteriorización porque eran jueces y esa dignidad imponía límites.
En especial, fue meritoria la prédica del fiscal de Cámara, quien insistía en frenar abusos que llegaban a ser burla del quehacer judicial. Señalaba en sus dictámenes que si bien la convocatoria de acreedores prevalece sobre el pedido de quiebra, ello se limita a la que fue opuesta a la demanda del acreedor, pero si cayera en desistimiento voluntario o forzoso el juicio de quiebra proseguiría sin que pudiera ser enervado por un nuevo intento del deudor. Esa solución, propuesta por el fiscal de Cámara en el caso “Sivak”, no fue aceptada por la Alzada (pero con una disidencia poco después triunfante: el voto del Dr. Casares). La Cámara reiteró “la necesidad de impedir que con sucesivos desistimientos y presentaciones un deudor se acuerde así mismo una moratoria y desvirtúe el procediendo preventivo de la quiebra”, lamentando que “el legislador no ha proveído a los jueces de medios capaces para hacer frente a actitudes semejantes”, y concluyó en que si bien el desistimiento de la convocatoria permite a los acreedores continuar o iniciar los trámites para conseguir la quiebra, “si no consiguen la declaración en el intervalo que mediare entre el desistimiento y una nueva presentación (…) debe admitirse la petición de convocatoria …”.
Fue el culmen de la resignación ante el abuso; pero ya dijimos que la Cámara exhibió un voto en disidencia, y poco después, en el caso “Cati”, se rectificó la orientación del Tribunal estableciéndose que si bien un pedido de quiebra es suspendido por la presentación en convocatoria del deudor, desistida esta convocatoria prosigue aquel juicio sin que una nueva presentación fuese oponible a su progreso.
El criterio prontamente se generalizó, y parecería que el Tribunal había recuperado su dignidad. Pero no duró mucho, pues los mercaderes de las convocatorias en serie recuperaron rápidamente el terreno, a saber, bastaba con pagar al acreedor molesto para volver a la época de la presentación-desistimiento-nueva convocatoria. Como se ve, el éxito del plenario “Cati” fue pronto neutralizado desinteresando al acreedor que había pedido la quiebra antes de la convocatoria que se le opuso, y que en su oportunidad iba a ser desistida para proseguir el consabido juego. Desaparecido aquel pedido de quiebra, la convocatoria que lo había enfrentado podía ser repetida, frenando como antes nuevos pedidos.
El Tribunal se vió precisado a empezar de nuevo, y se llegó al plenario “Vila” (3, II, 1965). Un deudor había solicitado convocatoria de acreedores, publicó los edictos y antes de la fecha establecida para la junta de acreedores desistió en un breve escrito, sin indicar razón alguna de su decisión. El juez rechazó el desistimiento sosteniendo que el juicio de convocatoria no es voluntario, sino contencioso; que los acreedores son parte, sustancial aunque no formal en el mismo; por tanto, de acuerdo con el principio de la bilateralidad del desistimiento no cabe admitirlo a sólo pedido del deudor. Apelada la resolución, la Cámara confirmó con apoyo en los siguientes fundamentos:

a) El abandono del juicio equivale a omitir la propuesta de concordato, omisión que apareja la quiebra del deudor;
b) El juicio de convocatoria no es voluntario una vez citados los acreedores;
c) El desistimiento del convocatario tiene efecto análogo al que establece la ley 14.237 tratándose de juicios típicamente contradictorios. Sin acuerdo con los interesados, el peticionario no puede luego privar de efecto a su demanda y volver las cosas al estado anterior;
d) El juicio de convocatoria sólo puede terminar “con la homologación del concordato o
con la declaración de quiebra”.

El plenario “Vila” patentiza una voluntad definitiva de terminar con el abuso, sea con fundamentos, sea con sustitutos de circunstancia. Repárese en lo que surge del plenario: dos camaristas sostienen que la convocatoria de acreedores es un juicio contencioso. Dos camaristas sostienen que no. Tres camaristas omiten pronunciarse sobre el punto (faltan dos votos, por vacancia de un cargo y licencia de un camarista). Ello en cuanto al carácter “contencioso” del juicio. En orden al desistimiento, dos camaristas sostienen que no procede. Dos camaristas afirman que sí. Tres camaristas entienden que el desistimiento importa no proponer concordato ni concurrir a la junta. Con tal discutible mayoría (¿mayoría?) se consagró algo que no resultaba de las argüídas razones, a saber, que “el convocatario, una vez publicados los edictos, no tiene derecho a desistir voluntariamente de su pedido de acreedores”.
Es un caso notorio en que el Tribunal adopta una decisión -en la especie, plausible-, y después arrima argumentos para que lo decidido resulte –o parezca- una sentencia. El plenario “Vila” es de 1965. A la sazón -desde 1963- Carrió ya había traducido, y explicado en diversos cursos, el libro de Alf Ross “Sobre el derecho y la justicia”, del cual -absit iniuria – trascribimos un pasaje: “El razonamiento hecho en los considerandos no es más que una racionalización de la parte dispositiva. En efecto –dicen- el juez toma su decisión parcialmente guiado por una intuición emocional y parcialmente sobre la base de consideraciones y propósitos prácticos. Por lo común esto no les será difícil: la variedad de las reglas, la falta de certeza de su interpretación y la posibilidad de hacer construcciones diversas sobre los temas en debate permitirán las más de las veces que el juez halle un ropaje jurídico plausible para revestir su decisión. La argumentación jurídica contenida en los considerandos no es más que una fachada dirigida a hacernos creer en la objetividad de la decisión” (p. 43).

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La ley 19.551 optó por prohibir derechamente el desistimiento que nos ocupa y lo hizo con imponente denuedo: el acreedor que pida la quiebra “no puede desistir de su solicitud” (art. 94). Es sin duda reconfortante que la autoridad se pronuncie en forma tan clara e inequívoca: si todas las disposiciones legales lo fueran, se habrían terminado las dudas interpretativas. Pero ocurre que el explícito precepto nos impuso una incoercible retrospección hasta la experiencia vivida en nuestro primer arribo –a los doce años- a Buenos Aires. Lo expusimos en un trabajo publicado en el tomo 117 de esta revista bajo el título “EL QUE ESCUPE EN EL SUELO ES UN MAL EDUCADO”, título que explicamos en los términos que siguen: “proponemos al lector que imagine, décadas atrás, a un “payuca” de doce años recalando por primera vez en la estación ferroviaria “Once”, de su pueblito del Oeste al colegio nacional: esa altura de la vida, esa disposición abierta a toda impresión externa, ese reclamo biológico de incorporar mensajes, esa curiosidad, ese azoramiento, esa receptividad, esa asimilación. Del coche al andén, del andén al atrio amplísimo, despejado, limpio; aquí y allá una salivadera adosada a la pared enorme y, metros arriba, una chapa publicando la aterrorizadora advertencia que titula este trabajo.
Con eso bastaba: la prevención del reproche tenía cabal operancia motivadora, tan inmediata y obvia que ni al payuca hipotetizado ni a cuantos más estuvieran en su nivel antropológico-cultural pasaba por la cabeza indagar siquiera el porqué ni el de quién ni el adónde del precepto: la individualización del legislador, las consecuencias cash del eventual incumplimiento y cualesquiera otras maculaciones racionales rebotaban contra la bruñida patencia del mensaje”.
Sí. En aquel momento y en las relatadas circunstancias bastaba con la prohibición. Suponemos que quedó insinuada la insuficiencia de esa técnica en el terreno de las regulaciones legales hoy, y suponemos asimismo que la reedición de aquella técnica conduciría a resultados indiferentes de los propósitos legislativos, y ello, con respecto al desistimiento del pedido de quiebra forzosa nos ubica in media res: la ley 19.551 dice, con tanta claridad como fe en el dictum, que “el acreedor que pida la quiebra no puede desistir de su solicitud” (art. 94), pero no dice qué pasa o debe pasar si en lugar de pronunciar la palabra “desisto” –o escribirla- , abandona de hecho la instancia. En caso de que la ley dispusiera que las actuaciones proseguirían oficiosamente, o que otro acreedor puede tomar la posta y continuar el trámite o alguna fórmula por el estilo, la prohibición sería efectiva, esto es, el desistimiento del peticionario no paralizaría el trámite. Pero como no lo dice, el final, tan obvio como cantado, consiste en la perención.
De ahí el abuso que denunció Cámara, a saber, el pedido de quiebra para forzar al deudor al arreglo; fecho, a esperar que transcurran los tres meses del art. 310 c. prov. civ. Cámara recordó una estadística del tribunal, informando que sólo el diez por ciento de los pedidos de quiebra por acreedor prosperaba, asimismo que “nueve de cada diez acreedores mediante el pedido de quiebra cobra su crédito”, agregando la opinión de Highton para quien, “ante la práctica viciosa que nos ocupa, la mentada prohibición de desistir resulta lamentablemente una petición de principio, ya que ante la no presentación de otros acreedores (…) el juez dará por concluidos los procedimientos”. Recuerda asimismo que De la Peña “se extiende en demostrar las ventajas del pedido de quiebra como medio de cobro coactivo, eficaz, rápido (…)” (tomo III p. 329, de la 2ª ed. actualizada por Esparza). En la p. 330 agrega que al acreedor (…) le basta con “no instar el trámite para que el proceso termine por perención”. Frente a tamaña patencia, el legislador de 1972 bien pudo limitarse a prescribir que “el acreedor que desistiera de su pedido de quiebra es un mal educado”.

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Nos hemos referido al art. 94 de la ley 19.551 sin hacer notar que el írrito “desistimiento” se refiere a la “solicitud”, término repetido en la ley vigente, art. 87, que a su desacierto intrínseco le agrega el error externo de usar ese vocablo para referirse a algo que en derecho se llama “demanda”. Remarcamos esa circunstancia, así como que desistir de la demanda no equivale a desistir del trámite que aquella demanda posibilitó. Ya hicimos notar que la mera presentación de tal pieza opera efectos, y la ley no dice hasta qué punto del andar que la demanda abrió llega la prohibición del desistimiento.
Aquel trámite promovido por el peticionario es un proceso judicial, aún cuando sin exhibir todavía la entidad de proceso concursal. Repetimos que la ley no dice hasta dónde alcanza el trámite concursal al que se proyectaría aquel “no puede desistir” antes de notificarse el emplazamiento del art. 84. No sabemos, pues, si el deudor tiene o no la disposición de esas actuaciones, esto es, andando ya el trámite, cuándo la prohibición de desistir de la “solicitud” sigue siendo operante, e incluso podría sostenerse que la continuación de los pasos iniciados con aquella demanda no son afectados aunque se desistiera del pedido originario, o sea “la solicitud” que dijo la ley 19.551 y sigue diciendo la vigente. Tendría sentido decir que la renuncia a la “solicitud” abarca también los pasos ulteriores, pero la ley no lo dice, por tanto un primer alcance del texto legal indica que los pasos sucesivos a la demanda no resultarían alcanzados por un hipotético desistimiento “de la solicitud”.
Apoya esa interpretación lo ya dicho de que el acreedor, en nueve de cada diez casos, no desistía del trámite iniciado sino que se jugaba a la caducidad: antes de la sentencia de quiebra el proceso no es inquisitivo, por tanto se excluye que el juez pudiera conducirlo de oficio, y ya vimos que Cámara no se explica cómo el tribunal ignora –o hace como que ignora- que el noventa por ciento de las demandas de quiebra tienden a lograr que el deudor arregle. Otrosí, no se trata de vivezas vernáculas, pues ya vimos el reclamo de Provinciali contra el hábito “calamitoso” que transformó algunos tribunales en “gigantescos organismos gratuitos de cobranzas”. Agregamos que en la revista “Il Diritto Fallimentare”, 1981, p. 464, se califica como “hecho sabido” que “en casi todos los tribunales la instancia de quiebra ha devenido un medio para recuperar el crédito en tiempo breve, dos mil seiscientas demandas y ciento sesenta y ocho quiebras, dos mil ciento dieciocho demandas y ciento cuarenta y dos quiebras, dos mil ciento cuarenta demandas y ciento cuarenta y una quiebras, dos mil ciento catorce demandas y ciento nueve quiebras según años sucesivos que el autor considera y concluye diciendo que “los jueces se han transformado en verdaderos cobradores…”.
Esa práctica viciosa de pedir la quiebra para cobrar pronto perdura en tiempos actuales: “el acreedor puede renunciar a la acción promovida (…), por ejemplo a continuación de un sobrevenido acuerdo con el deudor” (“Il Diritto Fallimentare Riformato”, por Schiano di Pepe, 2007, p. 38); “…la finalidad concreta que mueve con mucha frecuencia al acreedor no es la de provocar la quiebra, sino la de inducir al deudor a cumplir, ejercitando un instrumento de presión particularmente eficaz…” (Cavalli, en el “Trattato…” dirigido por Cottino, volumen XI, año 2009, p. 156), entre otros autores.
Que esa realidad pudiera ser absuelta con un anodino “no puede desistir” –ley 19.551- es una muestra, casi una prueba de cómo se pergeñó, en cuatro años, una ley que, lo volvemos a señalar, estimaba que la prohibición en orden al desistimiento del pedido de quiebra por acreedor era “otro de los puntos fundamentales de la reforma”.

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Proseguimos con lo atinente a desistimiento del pedido de quiebra no obstante el generalizado reproche a la facilitación legal de los recordados abusos. Algunos autores defendieron la decisión del deudor contemplada por el art. 87 -prohibido en orden al pedido, pero autorizado ya pronunciada la quiebra- ofreciendo un lifting lujoso; pero entendemos, aún concediendo animus disputandi que cuando la ley dice “desistir de su pedido” no dice “desistir de su pedido” sino que dice “retractarse”, que lo mismo cabría una refutación de fondo, a saber, el pugnaz presupuesto de que “la confesión del estado de insolvencia” sigue gobernado las posibles soluciones, esto es, el texto legal –“desistir de su pedido”– dejaría subsistente la originaria confesión del deudor en orden a aquel estado, y ello permitiría a otro acreedor instar de nuevo el trámite del art. 83.
Fernández (p. 402 ss.) trató el tema con una amplitud que procuraremos de resumir. Se discute, dice, “si el deudor puede desistir de su pedido de quiebra y retractarse de su confesión de insolvencia, impidiendo así que el tribunal dicte la sentencia declarativa o consiguiendo que ésta, aún no publicada quede sin efecto, variando las opiniones según el concepto que se tiene de la quiebra como instituto de derecho privado, de derecho público o mixto (…) y del carácter que se atribuye a la referida presentación”. Salvo excepciones que no interesa considerar, “la doctrina acepta el retiro de la solicitud y la retractación del deudor y reconoce que ésta origina la terminación del procedimiento, variando las opiniones sólo en lo que respecta a la oportunidad en que dicha retractación puede tener lugar” (p. 412). Más adelante practica la aclaración que, como veremos, Heredia menciona y desarrolla: “no debe confundirse” -según Fernández- “el desistimiento en el ejercicio de un derecho, con la retractación de la confesión expresa que la misma puede contener –o implícita que necesariamente contiene- del estado de cesación: son situaciones jurídicas completamente distintas, cada una de las cuales tiene una solución diferente:

a) El retiro de la solicitud, librado por completo a la voluntad del deudor, quien no está obligado a exponer razón alguna para ello. Este retiro que deja en pie la confesión de insolvencia sólo puede tener lugar hasta el momento en que el tribunal decreta la quiebra (…). Si va unido a la retractación de la confesión será necesario que el deudor alegue y pruebe haber incurrido en error en cuanto a la apreciación de su situación económica, pues de los contrario se tendrá por retirada la solicitud de quiebra, no aceptándose la retractación y cualquier acreedor podrá pedir, basándose en la confesión del deudor, que se decreta su falencia, o el tribunal declararla de oficio en los países que le acuerdan tal facultad.

b) La retractación de la confesión de hallarse en estado de insolvencia que únicamente puede tener lugar si se alega y prueba que la presentación en quiebra obedeció a un error de hecho (…)”. (p. 412/19)

Tal el planteo: si el deudor, que en su demanda de quiebra voluntaria ha reconocido encontrarse en estado de cesación de pagos, desiste de su demanda, quedaría en pie aquel reconocimiento, y en consecuencia cualquier acreedor podría solicitar que le sea declarada la quiebra; en cambio, si se retracta no subsiste la confesión de su estado de insolvencia.
Lo que más nos importa remarcar en la clara exposición de Fernández, es que habla de desistimiento y de retractación, pero en ningún momento dice que cuando la ley se sirve del primero de esos términos debe entenderse que emplea el segundo. Por el contrario, se mueve en un universo de discurso en que existen, tanto como reales cuanto como posibles, dos vocablos cuya denotación es tan clara como aquéllas, esto es, el desistimiento es el término que se correlaciona con la demanda (de propia quiebra), mientras que la retractación hace al estado de cesación de pagos, expresa o tácita en la demanda. Esa dos denotaciones, “claras y distintas” para decirlo en lenguaje cartesiano, no se avienen con una interversión de sus significados, tan diferentes como las recordadas denotaciones.
Nosotros habíamos considerado un desacierto lo establecido por el art. 87 según el cual “el deudor que peticione su quiebra no puede desistir de su pedido”, texto cuya inteligibilidad ya quisiéramos para toda regulación normativa. Pero lo grave de tal desacierto –y, al par, sustento de nuestra crítica- finca en que tras aquella inequívoca prohibición la ley admite el desistimiento de la quiebra ya decretada, vale decir, el deudor que demanda su quiebra no puede desistir de su instancia, pero en cambio puede desistir de lo que con esa instancia obtuvo.
Algunos autores consideran que esa burla lógica consistente en desistir del todo pero no un momento del mismo -y no se diga que hay quiebra sin instrucción prefalencial: arts. 61, 63, etc.- puede sanarse, pero ello al precio de afirmar que cuando en el art. 87 leemos “desistir”, habríamos de interpretar que por “defectuosa redacción” el texto “acude a la figura del *desistimiento* para identificar una situación que técnicamente no lo es, pero ese defecto de redacción es salvable entendiendo la aludida situación no como *desistimiento*, sino como “lo que verdaderamente es”, o sea “retractación” (Heredia). Pero, retractación ¿de qué?. Pues de la “confesión de insolvencia”, ínsita en la demanda del –ahora- fallido.
Contestaremos la réplica –in illo tempore esa contestación se diría “dúplica”- porque calificados quiebristas intentaron aquella salvación, entre ellos nada menos que Heredia, cuyas ideas -repetimos un giro de Benedetto Croce- pueden discutirse, pero no pueden discutirse con ligereza. En el tomo III p. 473 a 479 de su tratado recuerda que la ley 19.551 explicó en su Exposición de Motivos que aceptaba lo dispuesto por la ley Castillo en orden a desistimiento del pedido de quiebra por el fallido antes de empezar la publicación de los edictos, pero “se introduce una modificación sustancial: no se admite el desistimiento ad nutum del deudor sino solamente cuando demuestre, antes de la publicación, que no se hallaba en cesación de pagos. Esta solución se impone porque evidentemente si al presentarse afirmó su cesación de pagos, sólo es compatible con la seriedad que cabe imponer al proceso, que demuestre que esa afirmación era errada, o bien que desapareció ese estado antes de la publicación”. Tal solución de la ley 19.551 es mantenida en el párrafo tercero de la ley vigente cuando dice que “el deudor que peticione su quiebra no puede desistir de su pedido, salvo que demuestre, antes de la primera publicación de edictos, que ha desaparecido su estado de cesación de pagos”.
Heredia considera que la ley, al disponer que “el deudor no puede desistir de su pedido”, con ello “quiere decir que no puede desistir de su pretensión procesal contenida en la demanda de propia quiebra, y no puede desistir porque el mero desistimiento de la pretensión procesal –y consiguiente retiro de la demanda de propia quiebra- deja subsistente la confesión de insolvencia” del deudor. “Pero cuando, a continuación, el art. 87 autoriza al deudor ya fallido (…) a probar, antes de la publicidad edictal (…), que ha desaparecido el estado de cesación de pagos, no le esta permitiendo que *desista* de su pretensión procesal, como con error señala la ley, sino que lo autoriza a que *retracte* la confesión de insolvencia, con el fin de hacer desaparecer el presupuesto sustancial requerido tanto para la apertura como para la continuidad del juicio de quiebra (…). El proceso no concluye, entonces, por desistimiento, sino, en su caso, por revocación de la sentencia de quiebra fundada en la retractación de la confesión de insolvencia”, ello antes de que comience la publicación de edictos, careciendo de lógica impedir la conclusión de un procedimiento cuya razón de ser, o sea el estado de cesación de pagos, desaparece.
Muchos otros aspectos del problema desarrolla Heredia, pero los omitimos para no distraernos del óbice que consideramos fundamental contra ese constructo, inteligente y logrado. Y esa objeción fundamental consiste en que sobre el “estado de insolvencia”, a esa altura del trámite sólo existe la manifestación del deudor, y de ésta ya no es posible seguir afirmando, como aún se sostiene tras desatento enfoque, que basta para que proceda la apertura del concurso, sea preventivo o falencial, que intente el deudor.

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Tal vez en todos los capítulos hasta ahora publicados expusimos las consecuencias de aceptar, a nivel de dogma, que la confesión del deudor sería prueba de su estado de insolvencia (incluso en la demanda de concurso preventivo). Esto es, algo que el deudor invoca en su favor, o sea para que se haga lugar a lo que pide, sería contra se pronuntiatio. Y no solamente ha sido aceptado e incluso lo es aún en buena medida, sino que hasta fue jerarquizado en términos ditirámbicos (“la máxima eficacia probatoria acerca de la existencia de la insolvencia”). Remitiéndose a Fernández, dice Heredia que “a los efectos del concurso preventivo es hecho suficientemente revelador del estado de cesación de pagos el reconocimiento que de él haga el deudor al presentarse demandando su apertura”, y agrega, citando a Rivera, que lo mismo ocurre en “la quiebra pedida por el propio deudor (…), hipótesis respecto de la cual la ley no establece ningún requisito en orden a la acreditación del estado de insolvencia (art. 86), siendo suficiente con que el deudor manifieste que se encuentra en la imposibilidad de cumplir regularmente sus obligaciones”. (Compulsamos la cita: “basta con la *confesión* que al respecto haga el deudor que solicita la apertura de su concurso”, dice el autor citado por Heredia).
Así, pues, la apertura de tales concursos –prosigue Heredia- funciona “ante el mero requerimiento del deudor y, en la práctica, ello ocurre mediante demandas de escaso despliegue argumental relativo al estado de insolvencia que se dice atravesar, con lo cual, en definitiva, es la sola voluntad del deudor la que obra como causa automática de apertura del procedimiento”, ello por “la aceptación sin mayores cuestionamientos del tradicional carácter confesorio que se ha asignado a la demanda de concurso en orden a la existencia de una cesación de pagos”. Rubrica Heredia su reproche a tal asunción agregando que “en la glosa al art. 1º hemos levantado nuestra crítica a todo lo anterior” (tomo 3, p. 145/6). Retomamos en “8”.
Esa sobrevida del eslogan publica la perduración insidiosa del anacrónico presupuesto de que el trámite de un concurso se asimila a un juicio por cobro de acreedor contra deudor: si el deudor confiesa, “relevo de prueba”. Pero ya se ha repetido hasta el exceso –aunque parecería no ser bastante- que el proceso concursal no es un juicio familiar de acreedor versus deudor, y así lo han dicho explícitamente, cuando atendieron al tema, algunos autores que al abordar lo atinente a confesión del deudor asumen la postura contraria.
La ley prohíbe pronunciar la palabra “desisto…” (corresponde a la “concepción anacrónica del proceso concursal como cosa de acreedores y deudor”). Farhi de Montalbán y Kleidermacher relacionan el desistimiento con el “mito creado acerca de la naturaleza contenciosa del proceso concursal, comentando un fallo que admitía el desistimiento del acreedor (como si fuera un contencioso en que “el dueño de una acción puede desistir de ella…”, y que desemboca en “una nueva modalidad extorsiva del cobro individual”). Antes habían hablado los autores de “la connotación pretendidamente contenciosa del proceso concursal”, por tanto de considerar que “el dueño de una acción puede desistir de ella”, lo cual desemboca en “una nueva modalidad extorsiva de cobro individual”.
Pensamos que con destacar el absurdo de que la confesión a favor fuese la probatio probatissima de lo confesado debería bastar para liquidar el punto, pero no cabe hacerse muchas ilusiones contra las frases consagradas. La clásica definición de la confesión como contra se pronuntiatio supone no sólo que quien confiesa lo hace en beneficio de su contrario, sino también el sobreentendido requisito de que existe una parte contraria a favor de la cual valdría la confesión. Y en el momento contemplado por el art. 87 que ahora nos interesa, el deudor es el único sujeto que figura en las actuaciones: él demanda fundándose exclusivamente en lo que dice; por tanto, “soy insolvente” sería la probatio probatissima de ser tal (lo más parecido a Yahve).

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Tan pregnante es la vigencia de la confesión a favor que algunos autores que la rechazan no lo hacen de modo rotundo, sino atenuando su alcance. En un trabajo de fecha 14/octubre/2010 recordamos un fallo de la Cámara Civil y Comercial de Mercedes que desestimó una demanda de concurso preventivo señalando que “el estado de cesación de pagos” es “presupuesto objetivo para la apertura concursal”, pero “la mera declaración” formulada por el peticionario es írrita: “su propia confesión no puede ser la única prueba (…) pues si es un presupuesto objetivo (…) no se lo puede acreditar con una mera apreciación subjetiva del interesado” (…). “…la confesión del deudor ha sido desechada al respecto por la jurisprudencia y la doctrina” que exhiben “un notorio distanciamiento de la tesis permisiva que recepta el reconocimiento judicial del deudor como hecho revelador automático (…)”. “…el reconocimiento del concursado no es vinculante”. Agrega, con cita de Chomer y Sicoli, que la confesión del deudor “no puede ser la única prueba de dicha situación, pues si es un presupuesto objetivo” (…) no se lo puede acreditar con una mera apreciación subjetiva del interesado”. Como se ve, se decide que el reconocimiento del deudor no alcanza, lo cual es cierto, pero cabía un rechazo más explícito.
Otro caso en que el Tribunal vió con claridad el problema -y decidió con acierto-, se refiere a un pedido de quiebra que cursó en el Juzgado de 1ª Instancia Civil y Comercial Nº 9 (concursos y quiebras) de Paraná, Entre Ríos. La demandante confesó “un estado de cesación de pagos”. La jueza Dra. María Gabriela Tepsich enfocó con claridad el problema: señaló que “es preciso desentrañar si la confesión judicial de la insolvencia tal como lo afirma el peticionante opera como una causa automática, suficiente para lograr la declaración de quiebra (…), sin darle al magistrado posibilidad de controlar otras cuestiones (…), o, por el contrario, si para dictarse el decreto de quiebra es menester que el presupuesto objetivo -estado de cesación de pagos- se encuentre prima facie acreditado (…)”. La jueza señala que su posición “encuadra en la segunda de las posturas, es decir, que para abrir el proceso falencial es menester que el presupuesto objetivo (…) se encuentre prima facie acreditado”. En el tomo 234 de esta revista (“¿Confesión a favor?”) habíamos recordado el caso, enfatizando que el último párrafo transcripto de la sentencia (“para abrir el proceso falencial es menester que el presupuesto objetivo (…) se encuentre prima facie acreditado”) era casi innecesario, pues el correcto planteo bastaba para acceder a la solución pertinente. Es fácil y lamentable comprobar que ese encuadramiento falta en la mayoría de las decisiones, que se limitan a reconocer valor de prueba confesoria al mero dicho del demandante, por tanto una confesión que en vez de perjudicar al confeso lo beneficiaría por jugar a favor de lo que pide (nos horroriza la idea de que algún confesiófilo se basara en lo último que anotamos, o sea la otra parte ausente que fungiría como destinataria forzosa de la confesión, y dedujera a minore ad majus , o, por qué no, a majore ad minus, que esa falta de parte contraria opera el efecto de que la confesión fuera algo así como pro se pronuntiatio).
Ya habíamos señalado que a criterio de CÁMARA la prueba que grava al acreedor peticionario de la quiebra corresponde “aún cuando el deudor se allanara a la demanda (III, p. 155). En la actualización de su obra el punto referido fue encomendado a Lorente, quien recuerda un fallo de la C. Nac. Com. en su antigua integración que reedita la tesis manida, esto es, “si media confesión del estado de cesación de pagos (…) el juez debe decretar la quiebra”, agregando que “también podrá el juez rechazar el pedido de propia quiebra (…) cuando considera, a pesar de la confesión del deudor, que no se advierte el presupuesto objetivo del estado de cesación de pagos”. Con anterioridad, Heredia había sostenido que la pretendida “confesión constituye un elemento sujeto a la libre apreciación del juez, a la par de otros índices presuntivos del estado de insolvencia”, concesión que después restringe en otros momentos de su tratado. Heredia cita a Azzolina, cuya obra compulsamos encontrando que para ese autor la declaración del deudor “no es una confesión”, porque no se trata de una declaración sobre la verdad de hechos desfavorable a quien la rinde y favorable a aquél a quien se dirige (…); porque la declaración del deudor “no se dirige a una parte privada sino a un oficio público (…), y asimismo porque esa declaración “no es por sí misma una fuente de prueba, sino que debe ser calificada como un medio de prueba, por tanto una integración de la actividad del juez”. Azzolina cita un fallo de la Corte de Apelación de Bologna según el cual “la declaración del comerciante de hallarse en estado de cesación de pagos no constituye confesión; por tanto el juez no puede tenerlo en cuenta (“Il Fallimento e le altre procedure concorsuali”, t. I p. 251/3).

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La correlación de dos nociones tan familiares como “confesión” y “contra se pronuntiatio” es clara a los procesalistas. Según Alsina, “la confesión ha sido considerada en todos los tiempos como la prueba más completa, suficiente por sí sola para tener por acreditados los hechos… y recuerda que en el derecho romano, cuando se confesaba ante el magistrado, éste no remitía a las partes ante la presencia del juez, porque según el aforismo confessus pro iudicato habetur no era necesaria la sentencia” (…) . “…La confesión es una prueba contra quien la presta” (…) “…la confesión sólo puede recaer sobre hechos” (t. III p. 308, 309 y 318). Palacios (t. IV, p. 472 y 473) está igualmente bien en claro: “la declaración emitida por cualquiera de las partes respecto de la verdad de hechos pasados relativos a su actuación personal, desfavorables para ella y favorables para la otra parte (…)”. “…la confesión debe versar sobre hechos y no sobre el sentido jurídico de estos (…) por lo tanto aunque los hechos confesados se expresen mediante vocablos provistos de una significación jurídica determinada (v. gr., *he comprado*, *he alquilado*, etc.), la confesión sólo tendrá carácter vinculatorio en virtud de su contenido fáctica (…)”. Arazi explica que “los hechos confesados deben ser desfavorables al confesante y favorables a la otra parte” consignando la ecuación parte-contraparte definitoria del tipo de procesos en los cuales la confesión juega su rol cabal. Adviértase asimismo que habla de los “hechos”.
Debiera ser innecesario consignar que la pretendida confesión del deudor no es uno de esos hechos que mencionan los procesalistas (como muestran los tres autores citados); y no se trata de considerar que el reconocimiento de algo por una persona es un hecho en el sentido de algo que alguien hizo, por ser ello extraño al instituto probatorio de la confesión, pues como explica Palacio, las expresiones “he comprado” o “he alquilado” no es un hecho con la relevancia que exhibe en la prueba confesoria, y es a aquel orden de enunciados que se asimila la expresión “soy insolvente” o “mi situación es de cessatus” .
En materia legislativa, la ley francesa sobre “Salvaguarda de la Empresa” establece, en orden a las “condiciones de fondo de la apertura del procedimiento”, que el peticionario “debe justificar las dificultades que no está en condiciones de superar” (ley del 26/julio/05 modificada por Ordenanza del 18/diciembre/08). La ley italiana en su actualización del 9/enero/2006 y modificación del 12/setiembre/07 prescribe en su art. 160 que “el empresario que se encuentra en estado de crisis puede proponer a los acreedores un concordato preventivo”, debiendo probar el invocado presupuesto, o sea el estado de crisis, pues el “Tribunal (…) declara inadmisible la propuesta si no concurren las condiciones (…)”, o sea la prueba de aquel estado. La ley española del 09/julio/03 establece, en orden a la apertura del proceso para la declaración de concurso, que “presentada la solicitud por el propio deudor, éste deberá justificar su endeudamiento y estado de insolvencia”.
Cavalli, en reciente publicación, escribe que “aunque la demanda de insolvencia proviniera del propio deudor, el Tribunal es libre de valorar si los extremos subjetivos y objetivos para la declaración de quiebra existen realmente (…) y precisamente la intacta libertad de valoración que corresponde al juez induce a la casi unánime doctrina a negar que la instancia del deudor asumiese naturaleza jurídica de confesión en sentido técnico, tal de cumplir los efectos propios de una prueba legal (“Trattato di Diritto Commeciale” dirigido por Cottino, t. XI p. 149/50, Milán, 2009).Otro autor contemporáneo dice que el pedido de quiebra por el deudor no conlleva “una confesión, porque ésta sólo puede tener por objeto derechos disponibles, o porque falta la contraparte a la cual se dirige” (Zanichelli, “La nuova disciplina del fallimento…”, UTET 2008, p. 14). Schiano di Pepe escribe que al pedido de quiebra por el propio deudor “no puede atribuirse naturaleza confesoria”. Más recientemente aún –año 2010- fue excluído el recurso a pruebas legales como la confesión o el juramento atenta “la indisponibilidad del bien *quiebra*” (Cavallini t. I p. 323).
Pero son muchas más las razones que excluyen el poder expresivo de la imposibilidad de cumplir regularmente asignable al reconocimento del deudor, y las hemos señalado en plurales ocasiones. Ya vimos que la discutida confesion no aparejaría perjuicio para el sujeto del cual emana, sino un favor, pues le permitiría obtener lo que pide, en la especie, la apertura de un concurso. Además, no afectaría sólo sus derechos sino también de acreedores y terceros alcanzados por el concurso (en capítulos anteriores enumeramos varias decenas). El estado de cesación de pagos es considerado el presupuesto objetivo del concurso según calificación unánime; por tanto, no está supeditado a que el deudor lo acepte o rechace, lo confiese o lo niegue, incluso lo sepa o lo ignore, pues los grandes complejos empresariales ignoran en ciertos momentos su cabal situación al respecto. Otra referencia concierne al presupuesto fáctico y legal de que la confesión del deudor y su relevancia probatoria ocurre en ausencia de coparticipes que pudieran tanto refutar cuanto convalidar sus dichos, pues como ya señaláramos, la pretensión aparece en la sola presentación del deudor, vale decir, antes de que acreedor alguno pudiera constatarla.
Omitimos otras razones –que las hay- contra la virtud autopoyética tantas veces asignada a lo dicho por el deudor, y repetido hasta el punto de adquirir esa entidad que el empleo inveterado otorga, al extremo de que nos llega a parecer natural. Heidegger dice que lo natural “es lo habitual de un largo hábito que ha olvidado lo insólito de donde surge”, y según Perelman lo que se impone por el uso no necesita ser justificado; por el contrario, lo que debe justificarse es el apartamiento. Tal vez por ahí reciba sustento la suficiencia que es usual atribuir al dicho del deudor.

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Como recordábamos en el capítulo anterior, Lorente criticó el blanqueo introducido por el art. 87 in capit., que fue explicado por Heredia en tesitura más abierta: “la actual legislación concursal no ha hecho más que reconocer, con una buena dosis de sinceridad, la existencia de una práctica habitual de los litigantes, conforme a la cual el pedido de quiebra es utilizado como vía apta para el cobro individual del crédito, permitiendo al acreedor dar fin al proceso que puso en marcha, cuando el deudor lo ha desinteresado extrajudicialmente. En otras palabras, el deudor puede evitar la quiebra pagando extrajudicialmente antes de hacerse efectiva su citación” (t. III, p. 461/2). Estima que “la conveniencia o no de permitir el desistimiento del acreedor a su pretensión de quiebra no puede ser juzgada sobre la base de consideraciones apriorísticas o preconcebidas. En ese sentido, no se puede decir que todos los pedidos de quiebra encubren el ejercicio de una acción individual, o que están teñidos de una finalidad extorsiva. Podrá ser así en algunos casos, pero no necesariamente en todos” (p. 465). Recuerda la posición equilibrada de Iglesias, quien admite que la ley autorice “el desistimiento en atención a su condición de simples procedimientos preliminares” juzgando que no debe continuarse “clamando contra el presunto acreedor extorsionante”, y asimismo “reclamar al legislador una adecuada legislación del proceso ejecutivo que haga innecesario acudir al pedido de quiebra como sucedáneo”, reclamo serio que comparten Heredia y Lorente, entre otros autores.
Heredia menciona nuestras críticas, pero considera que el problema surge de “una defectuosa redacción del texto legal que acude a la figura del *desistimiento* para identificar una situación que técnicamente no lo es, “pero salvado ese defecto de redacción, y entendida la aludida situación no como *desistimiento* sino como lo que verdaderamente es”, los reproches pueden ser superados. El art. 87 dispone “en primer lugar, que el deudor no puede desistir de su pedido”. Con ello quiere decir, según vimos en “4”, que no puede desistir de su pretensión procesal contenida en la demanda de propia quiebra” (correcta enmienda del texto legal). “Y no puede desistir porque el mero desistimiento de la pretensión procesal (…) deja subsistente la confesión de insolvencia que el deudor hizo al presentarse en los estrados judiciales…”. Y cuando, ya fallido el peticionario, la ley lo autoriza a probar, antes de publicar el edicto, “que ha desaparecido el estado de cesación de pagos, no le está permitiendo que *desista* de su pretensión procesal como con error señala la ley, sino que lo autoriza a que se *retracte” la confesión de insolvencia (…)”. En suma, no se trata de que la ley autorice al deudor a desistir de la quiebra ya pronunciada, sino que le permite retractar su confesión de insolvencia con la finalidad de lograr que, si se hubiera dictado, se deje sin efecto la sentencia de apertura. El proceso no concluye por desistimiento, sino por revocación de la sentencia de quiebra fundada en la retractación de la confesión de insolvencia. Agrega que “la correcta inteligencia de la ley, adquirida a partir de la noción de *retractación* y su diferencia con el *desistimiento* ha sido sostenida por otros autores y destaca que de alguna manera influye el “hecho de que el recurso de reposición del art. 94 L.C. sólo procede en caso de que la quiebra sea declarada como consecuencia de la demanda de un acreedor”.
En sus precisas menciones de Fernández y otros autores, así como de diversos fallos, Heredia transcribe que la confesión de hallarse impedido el deudor de cumplir regularmente sus obligaciones equivale a prueba confesoria, pero no deja duda alguna sobre su posición al respecto, aún cuando no lo explicita en todas las ocasiones. Por ejemplo, tras referir que el estado de cesación de pagos que invoca el deudor es hecho revelador de ese estado, agrega que no se trata de “un simple reconocimiento vacío de contenido, sino explicado y pormenorizado, con descripción de la situación por la que se atraviesa, sus implicancias y extensión (…), siendo de destacar sobre el particular que el estado de insolvencia declarado por el convocatario no es vinculante para el magistrado”. Estas expresiones se relacionan con un fallo (“Galatola”, L.L. 1996-C-483), de la C. Nac. Com. Sala “D” -composición anterior-, según la cual “fue suficiente hecho revelador de la cesación de pagos el reconocimiento del deudor”. Agrega Heredia que “la apertura de los concursos funciona en muchos casos ante el mero requerimiento del deudor en demandas de escaso despliegue argumental relativo al estado de insolvencia que se denuncia, con lo cual, en definitiva, es la sola voluntad del deudor la que obra como causa automática del procedimiento”, y de ese modo se trastrueca el sentido de la ley porque la voluntad del deudor no es un elemento constitutivo de la cesación de pagos ni puede suplir la falta de impotencia patrimonial objetiva. Señala que en la conformación de tal realidad juega “la aceptación, sin mayores cuestionamientos, del tradicional carácter confesorio que se ha asignado a la demanda de concurso en orden a la existencia de una cesación de pagos”, y agrega que “debe advertirse que de esa manera se crea el serio riesgo de que el deudor cuya situación económica real no justificaría la apertura de un procedimiento concursal, lo solicite para trasladar sus pérdidas a los acreedores (…)”. Agrega que “a los efectos del concurso preventivo es hecho suficientemente revelador del estado de cesación de pagos, el reconocimiento que de él haga el deudor al presentarse demandando su apertura; pero no un simple reconocimiento vacío de contenido, sino explicado y pormenorizado, como modo de hacer nacer e el juez la convicción necesaria para que acceda a la apertura del procedimiento”, y así destaca, como ya vimos, que “el estado de insolvencia declarado por el convocatario no es vinculante para el magistrado (…)”, explicitando en nota a la p. 222/3 que ello trastrueca el sentido de la ley, porque la voluntad del deudor no es un elemento constitutivo de la cesación de pagos.
A modo de epítome sostiene que “sería preferible un sistema legal que, dejando de lado el carácter confesorio de la demanda de apertura del deudor, estableciera también para este caso un régimen de previa y efectiva acreditación del estado de cesación de pagos”. Cita a Martorell, para quien, en primer lugar, la voluntad del deudor no constituye el estado de cesación de pagos, e incluso “puede esconder una finta o la intención de iniciar un procedimiento que luego no habrá de continuar para negociar extorsivamente con algún acreedor renuente a aceptar una quita lesiva para sus intereses”. En segundo término, “si se advirtiese que la sola pretensión del deudor pudiera constituir la exteriorización de la insolvencia, se llegaría a la hipótesis extrema de que cualquier comerciante inescrupuloso podría poner en movimiento, a su simple antojo, la operatoria concursal…”.

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En la recentísima y bienvenida “SUMMA CONCURSAL” de Abeledo-Perrot, Esparza considera que “la relación entre confesión y el derecho falencial” no ha merecido, “incluso entre los procesalistas que han transitado las peculiaridades del proceso comercial”, un “tratamiento sistemático”, y considera que “quizás por obvio se lo ha dado por sobreentendido”. Posiblemente –agrega- la construcción de la confesión realizada en los estudios procesales o de procesal civil le han quitado proyección al área comercial y, dentro de ella, a la concursal, o se la ha traspolado sin más, como si fueran fungibles e intercambiables regulaciones y funcionalidad en los distintos procesos” (t. I p. 119).
Suscribimos en su totalidad las reflexiones del autor, y creemos que incluso sobra el adverbio –“quizás”, dice Esparza-, pues es antigua y repetida la adscripción de esa figura al tratamiento ordinario que le dispensan los procesalistas. Sin embargo, en materia de concursos suele omitirse el rasgo eminente que el derecho procesal destaca de la confesión, a saber, lo expresado en el brocardo “contra se pronuntiatio”. Tanto es así que, en momentos primordiales del proceso preventivo o falencial -sobre todo el primero- el término “confesión” se emplea con aquel significado que recibe en los juicios familiares. Es decir, cuando el deudor invoca, obviamente en su favor, hallarse en estado de insolvencia, algunos autores y jueces dicen, palabra más, palabra menos, que con la confesión del deudor queda demostrada su condición de cessatus, vale decir, lo que el deudor invoca a favor de su pedido se considera prueba, lo cual suele aparecer como único fundamento para que “deudores inescrupulosos abusen del pedido de quiebra voluntaria sin hacer de su utilización el medio para resolver la insolvencia como lo tuvo en miras el legislador” (Graziabile, “Declaración de quiebra”, p. 146/7).
Graziabile hace referencia a Baracat, por lo tanto concuerdan dos autores de sendas obras sobre “Derecho Procesal Concursal” y asimismo sobre “Declaración de quiebra”. El enfoque de Baracat es muy claro. Hace notar que la doctrina concursalista se ocupa también del abuso, “aunque a través de un prisma predominantemente sustantivo que atiende más a los interés involucrados que a las estructuras procedimentales”. Considera que algunos de los abusos “que se presentan en el procediendo concursal pueden ser resueltos acudiendo al texto de la ley especifica o bien ponderando los objetivos que se persiguen con los institutos en juego”. Coincide con otros autores –Heredia, Lorente- en que valen algunas consideraciones exculpatorias como “la ausencia de un procedimiento monitorio que sirva a la ejecución individual” y, por el contrario, la existencia de un juicio ejecutivo “más parecido a un proceso de conocimiento que a una verdadera ejecución”. Pesaría también la mayor brevedad de un pedido de quiebra, así como “el carácter vergonzante que aún tiene la declaración de quiebra especialmente para los comerciantes” (p. 87 ss.).

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Vimos que Lorente denuesta la práctica que parece inamovible de obtener, demandando la quiebra, “el pago punto menos que inmediato”, y que CÁMARA reprochaba una jurisprudencia que hace como que no ve que es “muy corriente abusar de los pedidos de quiebra como medio coactivo de cobro”. También recordamos el reproche de Lorente cuando refiere que la ley 24.522 blanqueó ese aviso al admitir que “el peticionario de la quiebra desistiese de su pedido…” (…). La habitual práctica de utilizar el pedido de quiebra como vía individual de cobro…”. Eso es llamar las cosas por su nombre. Enhorabuena que alguien hable así aún cuando a manera de voz clamante en el desierto.
Remarcamos que cuando la ley vigente y la anterior hablan de la “solicitud” –en un caso para prohibir, en el otro para autorizar el desistimiento- están mentando, con inulto desacierto, la “demanda” de quiebra directa forzosa. Esa incorrección del legislador le impidió reparar en que tanto la instancia del concurso preventivo como la de quiebra operan de suyo efectos inmediatos. En el primer caso (nuestro “Derecho concursal”, tomo II, p. 272) referimos lo siguiente con respecto a la demanda de concurso preventivo:

“Desde la presentación del pedido de formación del concurso preventivo, el deudor o sus representantes deben comparecer a secretaría los días de notificaciones” (art. 27 ley 19.551 y 26 ley 24.522);
“La presentación del concurso produce la suspensión de los intereses que devengue todo crédito de causa o título anterior a ella” (art. 20 ley 19.551 y 19 ley 24.522).
“Las deudas no dinerarias son convertidas, a todos los fines del concurso a su valor en moneda de curso legal…” (id).
“La prestación que el tercero cumpla después de la presentación en concurso preventivo…gozan del privilegio…” (art. 21 ley 19.551 y art. 20 ley 24.522).
“Los acreedores por causa o título anterior a la presentación deben pedir verificación de sus créditos para incorporarse a la masa pasiva” (art. 33 ley 19.551 y 32 art. 24.522).
“Queda prohibido deducir nuevas acciones de contenido patrimonial contra el concursado por causa o título anterior a la presentación” (art. 22 ley 19.551 y 21 24.522).
“Constitución de domicilio procesal” (art. 12 ambas leyes).

En cuanto a la demanda de quiebra por acreedor, Heredia (t. III, p. 235/7) anota las siguientes secuelas:

-“…impide la extinción del derecho del acreedor subordinado a un plazo de caducidad”. Además, “aunque la demanda fuese interpuesta ante juez incompetente (…), interrumpe la prescripción de la acción del acreedor para exigir el cumplimiento de la obligación debida por el deudor”. Agrega que “un significativo efecto procesal que se deriva de la mera interposición de la demanda de quiebra está constituído por la iniciación de una instancia judicial principal susceptible de perimir”, cuyo plazo no se supedita “al cumplimiento de la citación contemplada por el art. 84”.

Agréguese que por reforma de la ley 22.917 (año 1983) la ley 19.551 estableció que “la solicitud del deudor de su propia quiebra prevalece sobre el pedido de los acreedores, cualquiera sea su estado mientras no haya sido declarada”, texto reproducido por el art. 82 de la ley vigente.
Plurales efectos, pues, de la demanda de concurso preventivo o de quiebra. En cuanto a la purga de la caducidad o de la prescripción que dice Heredia, ¿perdura tras el desistimiento? Por ahora sólo mostramos el punto.