¿WEIMAR 2013?

Mark Mazower

Profesor de Historia en la Universidad de Columbia.

 

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Illustration by Paul Lachine

La peor crisis del capitalismo desde la Gran Depresión de la década de 1930 ha reavivado en ambos lados del Atlántico terribles recuerdos del pasado. El fantasma de Franklin Delano Roosevelt ronda por los Estados Unidos de Barack Obama. Argumentos históricos referidos a la efectividad del New Deal de FDR ocupan buena parte del debate estadounidense sobre la actual política monetaria y fiscal, en general, y la política de flexibilización cuantitativa de la Reserva Federal de los Estados Unidos, en particular.

En Europa, ya ha ocurrido una vez que el fracaso de las economías nacionales condujera al derrumbe de la democracia, y la gente se pregunta si puede volver a ocurrir. Hay quien ve en la situación actual parecidos con la República de Weimar, reminiscencias de las penurias económicas y el desempleo rampante que caracterizaron a la Alemania de Heinrich Brüning y facilitaron el ascenso de los nazis al poder.

Pero a primera vista, los argumentos en contra parecen aplastantes. Si algo hizo la Unión Europea fue lograr que una guerra entre Francia y Alemania sea inimaginable. Es decir que el contexto geopolítico general es mucho menos amenazante que en la década de 1930.

Además, los extremos ideológicos que excitaban y polarizaban al continente ya no gozan, ni por asomo, de la popularidad de entonces. El comunismo, desacreditado por el colapso de la URSS y del bloque soviético de Europa del Este, está prácticamente moribundo; su núcleo duro de adherentes (al que se aferran los partidos comunistas para subsistir) está envejeciendo y no puede reproducirse.

En cuanto al fascismo, sus herederos políticos en países como Italia y Francia deben hacer frente al estigma del pasado. Los recuerdos de la guerra total y el genocidio aún son vívidos y se actualizan con frecuencia, lo que impide una resurrección de los partidos totalitarios de derecha.

Por eso mismo es improbable un regreso a regímenes militares en el sur de Europa o en otras partes: el sufrimiento que causaron está todavía demasiado fresco en la memoria colectiva. Lo último que quieren los ejércitos de Portugal o Grecia es asumir responsabilidades de gobierno.

Queda además una diferencia, la más fundamental de todas (y que por eso mismo es muy fácil no ver). En la década de 1930, la política atraía a las masas, porque la gente creía en el futuro. Millones de personas marchaban por las grandes causas del momento, cientos de miles se afiliaban a partidos políticos, a menudo de por vida. Hoy las marchas y manifestaciones son un pálido reflejo de las de entonces, a la par que en todo el mundo los partidos políticos pierden cada vez más afiliados.

Sin embargo, no hay que apresurarse a pensar que la crisis de entreguerras no pueda enseñarnos ninguna lección aplicable a la actualidad. Todo lo contrario: en la década de 1930, Estados Unidos y Gran Bretaña fueron de los pocos países del mundo en los que sobrevivió la democracia multipartidista. En todas partes hubo un abrupto vuelco a la derecha. En Alemania e Italia triunfaron los partidos fascistas, mientras el resto del mundo quedó a merced de dictadores apoyados por ejércitos o monarquías.

Al analizar estos acontecimientos en retrospectiva y a la distancia, los historiadores crearon elaboradas tipologías para distinguir entre los regímenes fascistas y los meramente autoritarios. Pero aunque las diferencias no eran triviales, mucho más importantes eran los parecidos: ambos tipos de regímenes se aprovecharon de la pérdida generalizada de legitimidad que sufrió la política democrática. Todo esto indica que la democracia no es una especie de condición natural ni un punto final de la historia cuya estabilidad y permanencia se pueda dar por descontada.

Por el contrario, la democracia extrae su fuerza no solamente de su carácter, sino también de sus logros. Pero cuando la democracia se asocia con parálisis y fracaso sistémico, sea en el campo de batalla (como el caso de Francia en 1940) o en la sala de reuniones corporativa y el taller fabril, puede perder popularidad rápidamente.

Quienes dudan que esto pueda repetirse, deberían pensar en la situación del país europeo más golpeado por la crisis: Grecia. El sistema democrático actual de este país surgió después de la caída de la junta de los coroneles, en 1974; desde entonces, ha habido alternancia en el poder de dos grandes partidos políticos, y la integración europea actuó como estabilizador de la política local.

Pero ahora no lo está haciendo. Los acreedores de Grecia (y sus propios políticos) manejaron la crisis de tal modo que ahora los avances logrados en cuatro décadas de gobiernos constitucionales están en duda. De hecho, el terremoto político causado por la crisis destruyó el antiguo sistema bipartidista.

Entre 2010 y 2012, Grecia estuvo gobernada por un partido de centroizquierda, el PASOK, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para evitar que Grecia abandonara el euro y declarara la cesación de pagos formal. Lo pagó hundiéndose desde el 44% de los votos hasta el 12% y convirtiéndose en la sombra, esmirriada y humillada, de lo que fue. La centroizquierda ahora es un hervidero en el que probablemente aparecerán y desaparecerán partidos de un día para el otro.

En la centroderecha, el partido Nueva Democracia también perdió terreno, aunque no tanto. Pero más a su derecha apareció una fuerza nueva, Amanecer Dorado, un partido abiertamente neonazi que con sus acciones violentas en las calles y la vida pública va ganando apoyo popular.

El catalizador del súbito ascenso de Amanecer Dorado no es la gran cantidad de inmigrantes ilegales que hay en Grecia (que ya estaban allí muchos años antes del giro del país a la derecha) sino el enorme aumento de la pobreza y el desempleo de los últimos tres años y, sobre todo, una creciente furia popular con el conjunto de la clase política. En resumidas cuentas, la crisis produjo una profunda deslegitimización de los políticos democráticos de Grecia y de sus supuestos logros.

Esto no es la República de Weimar, pero sí una muestra de lo rápido que se deterioró la democracia europea en los albores del siglo XXI por la aplicación infinita de medidas de austeridad y por el fracaso de la dirigencia política de dentro y fuera del continente. Qué pueda venir a ocupar el lugar de la democracia es materia para otra discusión, pero que no podamos imaginar las alternativas no es excusa para quedarnos tranquilos.


Fuente: Project Syndicate (Diciembre 2012)