El concepto de ecología social


Analista americano cuyos aportes permiten considerarlo como el promotor más importante de una corriente dentro de la ecología social.

Por Murray Bookchin

 

La tensión entre dos perspectivas ha alterado ya la moral del orden social tradicional. Hemos comenzado una época que ya no se caracteriza por la estabilidad institucional, sino por la decadencia de las instituciones. Una creciente alienación se extiende sobre las formas, las aspiraciones, las demandas y todas las instituciones del orden establecido. La más exuberante y dramática evidencia de esta alienación se dio en los años 60, cuando la “revuelta juvenil” estalló en lo que intentó ser una contracultura o cultura paralela. Ese período se caracterizó por algo más que la protesta y el nihilismo adolescente. Casi intuitivamente, nuevos valores de sensibilidad, nuevos estilos de vida comunal, cambios en la vestimenta, el lenguaje y música, todos ellos sustentados por la ola de un profundo sentimiento de inminente cambio social, impregnaron a una considerable fracción de toda una generación. Aún no sabemos en que sentido esa ola comenzó a decaer: si como un retroceso histórico o como una transformación en un proyecto serio de desarrollo personal y social. Que los símbolos de este movimiento se hayan convertido en artefacto de una nueva industria cultural no altera los profundos efectos de tal movimiento. La sociedad occidental no volverá jamás a ser la misma, más allá de los académicos despectivos y sus críticas de “narcisismo”.

Lo que le otorga significación a este incesante movimiento de desinstitucionalización e ilegitimación es que ha hallado una sólida adhesión en un vasto estrato de la sociedad occidental. La alienación alcanza no sólo a los pobres sino también a los relativamente acomodados, no sólo a los jóvenes sino a sus mayores también, no sólo a los visiblemente explotados sino a los aparentemente privilegiados. El orden dominante ha comenzado a perder la lealtad de ciertos estratos sociales que tradicionalmente te brindaban su apoyo y sobre los cuales ese orden se apoyaba firmemente en épocas previas.

Crisis social

Por crucial que parezca esta decadencia de las instituciones y de los valores, esto no elimina en absoluto los problemas que afronta la sociedad actual. Entrelazada con la crisis social hay una crisis que ha surgido directamente de la explotación del planeta por el hombre [1].

La sociedad establecida hace frente hoy a una descomposición no sólo de sus valores e instituciones, sino también de su medio ambiente natural. Este no es un problema exclusivo de nuestra época: las desecadas tierras del Cercano Oriente, las áreas donde tuvieron su origen la agricultura y el urbanismo, son una evidencia de lo antiguo del saqueo humano. Pero estos ejemplos empalidecen ante la destrucción masiva del medio ambiente que viene aconteciendo desde los primeros días de la Revolución Industrial y especialmente luego por la Segunda Guerra Mundial. Los daños ocasionados al entorno natural por la sociedad contemporánea afectan al planeta íntegro. La explotación y contaminación de la tierra ha dañado tanto la integridad de la atmósfera, el clima, los recursos hidráulicos, el suelo, la flora y la fauna de regiones específicas, como también los ciclos naturales básicos de los cuales depende toda la vida sobre el planeta.

No obstante, la capacidad de destrucción del hombre contemporáneo es una quijotesca evidencia de su capacidad para la reconstrucción. Los poderosísimos agentes tecnológicos que hemos desencadenado contra el entorno natural incluyen muchos de los factores esenciales que serán imprescindibles para su rehabilitación. De lo que principalmente carecemos es de la conciencia y sensibilidad que nos ayudarían a alcanzar tan deseable finalidad; una conciencia y una sensibilidad mucho más totalizadora y profunda de lo que habitualmente estos dos términos definen. Nuestras definiciones deberán incluir no sólo la habilidad para razonar lógicamente y responder emocionalmente de un modo equilibrado; sino que, además, deberán implicar una capacidad de darse cuenta de la correlación existente entre todas las cosas y una predisposición imaginativa ante lo posible. En este sentido, Marx estaba en lo correcto al enfatizar que la revolución que nuestra época requiere debe extraer su poesía no del pasado, sino del futuro, de las potencialidades humanas que subyacen en el horizonte de la vida social.

Esa conciencia y esa sensibilidad nuevas no podrán ser sólo poéticas; deberán ser científicas también. Por cierto, hay un nivel en que nuestra conciencia no debe ser ni poética ni científica, sino una trascendencia de ambas cualidades en pos de una relación nueva entre teoría y práctica, una habilidad para combinar la fantasía con la razón, la imaginación con la lógica, lo visionario con lo técnico. No podemos deshacernos de nuestro legado científico sin retornar a una tecnología rudimentaria con sus grilletes de inseguridad material, fatiga y renunciación. Por lo mismo, tampoco podemos permitirnos caer en una visión mecanicista y su tecnología deshumanizante, con sus grilletes de alienación, competitividad, y brutal negación de las potencialidades de la Humanidad. La poesía y la imaginación deben estar integradas con la ciencia y la tecnología, pues hemos evolucionado más allá de una inocencia que sólo puede nutrirse de mitos y sueños.

¿Hay una disciplina científica que deje espacio para la indisciplina de la fantasía, de la imaginación, de la habilidad? ¿Podría tal disciplina englobar los problemas creados por la crisis social y ambiental de nuestra época? ¿Podría integrar la crítica con la reconstrucción, la teoría con la práctica, la visión con la técnica?

En vista de las enormes dislocaciones con las que hoy nos confrontamos, nuestra época genera la necesidad de un cuerpo de conocimientos –tanto científicos como sociales– más aprehensivo y visionario, para resolver nuestros problemas. Sin renunciar a los beneficios de las teorías científicas y sociales precedentes, estamos obligados a desarrollar un análisis crítico más maduro de nuestra relación con el mundo natural. Debemos hallar las bases para una aproximación más reconstructiva a los graves problemas que nacen de las aparentes “contradicciones” entre naturaleza y sociedad. No podemos permitirnos seguir cautivos de la tendencia habitual dentro de las ciencias tradicionales, que diseccionan los fenómenos para examinar sus fragmentos. Debemos combinarlos, relacionarlos y verlos en su totalidad así como en su especificidad.

Ecología social, una nueva disciplina

En respuesta a esas necesidades hemos formulado una disciplina específica para nuestra época: la ecología social. El mejor conocido término “ecología” fue acuñado por Ernst Haeckel en el siglo pasado para definir la investigación de las interrelaciones entre animales, plantas y su entorno inorgánico. Desde los días de Haeckel este término se ha ido expandiendo hasta incluir ecologías de ciudades, de la salud y de la mente. Esta proliferación de una palabra en áreas tan dispares puede aparecer particularmente deseable en una época que busca fervientemente algún tipo de coherencia espiritual y unidad de percepción.

Pero el término “ecología” también puede ser extremadamente traicionero, al igual que otras palabras recientes como “holismo” o “descentralización”, corriendo peligro de quedar suspendido en el aire, sin raíces, ni contexto, ni textura. A menudo es utilizado como una metáfora, como un tentador reclamo que pierde la lógica, potencialmente estimulante, de sus premisas.

Así es como la verdad radical de estas palabras pude ser fácilmente neutralizada. “Holismo” se evapora en un suspiro místico, una expresión retórica del compañerismo y comunitarismo ecologista que acaba siendo utilizada hasta en salutación como “holísticamente suyo”. Lo que alguna vez fue una seria postura filosófica hoy se ve reducido a clisé ambientalista. Con “descentralización” se da a entender comúnmente opciones logísticas al gigantismo, pero no a la escala humana que haría posible una democracia íntima y directa.

Con ecología pasa peor aún. Demasiado a menudo se torna una metáfora, como la palabra “dialéctica”, para cualquier clase de integración o desarrollo. Quizá más alarmante aún, ese término ha identificado en los últimos años a una muy cruda forma de ingeniería natural que bien podría denominarse “ambientalismo”.

Ecologistas y ambientalistas

Soy consciente de que muchos individuos orientados hacia el ecologismo utilizan indistintamente “ecología” y “ambientalismo”. Aquí yo desearía establecer una distinción conveniente semánticamente. Por “ambientalismo” propongo designar una perspectiva mecanicista e instrumental que veía naturaleza como un hábitat pasivo, compuesto de “objetos” tales como animales, las plantas, y los minerales, que deben administrarse del modo más aprovechable para el uso humano. Según mi utilización del término, el “ambientalismo” tiende a reducir la naturaleza a un depósito de “recursos naturales” o “materia primas”. Dentro de tal contexto, muy poco puede extraerse del vocabulario ambientalista que se fundamente en una naturaleza social. Las ciudades devienen “recursos urbanos”. Si la palabra “recursos” aflora tan frecuentemente en las discusiones ambientalistas sobre naturaleza, ciudades e individuos, hay un factor, mucho más importante que el mero uso del término, que esta en cuestión. El ambientalismo, tiende a considerar el proyecto ecologista para lograr una relación armónica entre la humanidad y la naturaleza, más como una tregua que como un equilibrio permanente. La armonía de los ambientalistas se centra en el desarrollo de nuevas técnicas para saquear el entorno natural con la menor alteración posible del hábitat humano. Los ambientalistas no cuestionan la premisa más básica de la sociedad contemporánea: que la humanidad debe dominar la naturaleza. Más bien, trata de favorecer esta noción mediante el desarrollo de técnicas que reduzcan los riesgos ocasionados por la irreflexiva expoliación del medio ambiente.

Para distinguir ecología de ambientalismo y de otras definiciones abstractas y, a menudo, confusionistas debo regresar a su origen y explorar su implicación directa sobre la sociedad. Dicho brevemente, la ecología trata del equilibrio dinámico dentro de la naturaleza, de la interdependencia entre lo, viviente y lo inanimado. Puesto que la naturaleza incluye también a los seres humanos, la ciencia debe comprender el papel de la humanidad dentro del mundo natural; específicamente, el carácter, la forma y la estructura de las relaciones humanas respectos a las demás especies y a los substratos inorgánicos del entorno biológico. Desde un punto de vista crítico, la ecología presenta de un modo amplio el enorme desequilibrio resultante de la división entre humanidad y mundo natural. Una de las especies más raras del mundo natural, el Homo sapiens, se ha desarrollado lenta y laboriosamente desde ese mundo natural hacia un mundo social propio. Puesto que ambos mundos interactúan recíprocamente mediante fases evolutivas sumamente complejas es tan importante hablar de una ecología social como hablar de una ecología natural.

Integración

Permítaseme recalcar que el error al estudiar esas fases de la evolución humana –que han producido una larga sucesión de jerarquías, clases, ciudades y, finalmente, estados– se origina al ignorar el concepto de “ecología social”. Desafortunadamente, esta disciplina ha sido bloqueada por acólitos autoproclamados que continuamente intentar confundir todas las fases del desarrollo natural y humano en una “unicidad” (no totalidad), universal, una monótona “noche en la que todos los gatos son pardos”, para aplicar una de las cáusticas frases de Hegel, a un misticismo ampliamente aceptado que se disfraza con la verborragia ecologista. Por lo menos, nuestro común uso del término “especie” para referirnos a la riqueza de la vida que nos rodea, debería alertarnos sobre el hecho de la especificidad, de la particularidad, la rica abundancia de seres y cosas diferenciadas que constituyen el motivo básico de la ecología natural. El explorar esas diferencias, el examinar las fases que colaboraron para su existencia, con el largo desarrollo humano de la animalidad a la sociedad –un desarrollo latente, con tantos problemas como posibilidades– implicaría hacer de la ecología social una de las disciplinas más aptas para reforzar nuestra crítica del actual orden social.

Pero la ecología no sólo aporta una crítica de la separación entre humanidad y naturaleza; también afirma la necesidad de subsanarla. Más aún, afirma la necesidad de trascenderla radicalmente. Como señalara E. A. Gutkind: “La meta de la ecología social es la totalidad y no la mera suma de innumerables detalles tomados al azar e interpretados subjetiva e insuficientemente”. La ciencia se ocupa de las relaciones sociales y naturales en las comunidades o “ecosistemas” [2]. Al concebirlos holísticamente, es decir, en los términos de su interdependencia mutua, la ecología social busca descubrir las formas y modelos de interrelación que permiten comprender una comunidad, ya sea natural o social. El holismo, en este caso es resultado de un esfuerzo consciente para discernir cómo se ordenan las particularidades de una comunidad, cómo su geometría (según lo plantearían los antiguos griegos) hace que el todo sea más que la suma de sus partes. Por ello, la totalidad a la que Gutkind hace referencia no debe confundirse con una unicidad espectral que torna a la disolución cósmica en un nirvana sin estructura alguna; la totalidad es una estructura ricamente articulada que posee una historia y una lógica internas propias. Lo hasta aquí expresado basta para señalar que la totalidad no es una universalidad pálida e indiferenciada que supone la reducción de un fenómeno a lo que tiene de común con alguna otra cosa. Ni tampoco es una energía celestial, omnipresente, que reemplaza las vastas diferencias materiales que constituyen el reino animal y el ámbito social. Por lo contrario, la totalidad comprende las diversas estructuras, articulaciones y mediaciones que le otorgan al todo una rica variedad de formas y le incorporan cualidades únicas a aquello que una mentalidad estrictamente analítica reduciría habitualmente a detalles “innumerables” y “casuales”.

Términos como “totalidad”, “integridad” y aún “comunidad”, poseen matices peligrosos para una generación que ha conocido el fascismo y otras ideologías totalitarias. Tales palabras evocan imágenes de una “totalidad” lograda mediante la homogeneización, la estandarización y la coordinación represiva de los seres humanos. Estos temores se ven reforzados por una totalidad que parece estipular una finalidad inexorable al curso de la historia humana –lo que implicaría un concepto teológico estrecho, sobrehumano, de “ley social” que niega la capacidad de la voluntad humana y la elección individual para dar forma al curso de los acontecimientos sociales.

En realidad, tan totalitario concepto de “totalidad” se opone radicalmente al que hacen referencias los ecologistas. Después de haber comprendido su elevada consciencia de la forma y la estructura, llegamos ahora a un principio fundamental de la ecología: la totalidad ecológica no significa una homogeneidad inmutable, sino más bien todo lo contrario: una dinámica unidad de diversidades. En el reino natural el equilibrio y la armonía se logran mediante una diferenciación siempre cambiante, mediante una diversidad siempre en expansión. La sensibilidad ecológica, en efecto, es una función no de simplificación y homogeneidad, sino de complejidad y variedad. La capacidad de un ecosistema para mantener su integridad no depende de la uniformidad del medio ambiente, sino de su diversidad. Pretender que la ciencia gobierne el vasto nexo vital de interrelaciones orgánicas en todos sus detalles, es algo peor que arrogancia: es pura estupidez. Si la unidad en la diversidad constituye uno de los principios cardinales de la ecología, la riqueza de bioelementos existente en un sólo acre de terreno nos conduce a otro de los principios ecológicos básicos: la necesidad de permitir un alto grado de espontaneidad natural. La apremiante sentencia: “Respetad la naturaleza” tiene implicaciones concretas.

Por ello, deberíamos conceder una buena dosis de libertad de acción para la espontaneidad natural de las variadas fuerzas biológicas que dan lugar a una situación ecológica diversificada. “Trabajar con la naturaleza” implica, en gran medida, que debemos alentar la diversidad biótica que emerge del desarrollo espontáneo de los fenómenos naturales. No quiero decir con esto que debamos abandonarnos a una mítica naturaleza que esté más allá de la comprensión e intervención humanas y que demande nuestra subordinación temerosa. Tal vez la conclusión más obvia que podamos extraer de estos principios ecológicos sea la observación de Charles Elton: “El futuro del planeta tiene que ser administrado, pero tal administración no deberla asemejarse a una partida de ajedrez, sino más bien a timonear una embarcación”. Lo que la ecología, tanto natural como social, puede pretender enseñarnos es el modo de hallar el curso y descubrir la dirección de la corriente.

Sobre la jerarquía

Lo que distingue esencialmente a la perspectiva ecológica como proceso liberador es su desafiante propuesta ante las nociones convencionales de jerarquía. Los ecologistas no son demasiado concientes de que su ciencia provee sólidos fundamentos filosóficos a una visión no-jerárquica de la realidad. Como muchos estudiosos de las ciencias naturales, se resisten a las generalizaciones filosóficas por considerarlas ajenas a sus investigaciones y conclusiones; prejuicio éste cuyo origen puede rastrearse en la tradición empírica angloamericana.

Si reconocemos que cada ecosistema puede contemplarse como una trama alimentaria, podremos imaginarlo como un nexo circular de relaciones planta-animal (más que una estratificada pirámide con el ser humano en la cima) que incluye una gama variadísima de criaturas, desde microorganismos hasta grandes mamíferos. Cada especie, sea una bacteria o un ciervo, es parte de una red de enlace interdependiente de todo el resto, por más directo que sea el vinculo. Un cazador es, en esta trama, también una presa, cuando quizá el “más bajo” de los organismos le ponga enfermo o colabore a consumirlo después de su muerte.

La rapacidad no es el único vínculo que hay entre las distintas especies. Hoy existe una literatura que nos revela hasta qué punto el mutualismo simbiótico es uno de los grandes factores que protegen la estabilidad ecológica y la evolución orgánica. No debemos caer en la comparación simple de plantas, animales y seres humanos, ni entre los ecosistemas de plantas y animales con las comunidades humanas. Ninguno de ellos es completamente congruente con los demás. No es en lo particular de la diferenciación que las comunidades de plantas y animales están ecológicamente unidas con las comunidades humanas, sino más bien en su lógica de diferenciación. Totalidad es, de hecho, integridad. La estabilidad dinámica del todo deriva de un nivel visible de integridad tanto en las comunidades humanas como en los ecosistemas en su cenit. Lo que vincula a estos modos de totalidad e integridad –por muy diferentes que sean en sus especificaciones y en sus cualidades– es la lógica del desarrollo en sí misma. Un bosque en plenitud es un todo integrado, como resultado del mismo proceso de unificación, la misma dialéctica que hace de una determinada forma social un todo integrado.

El énfasis sobre las bioregiones como marcos de referencia para determinadas comunidades humanas, provee un elemento en favor de la necesidad de readaptar las técnicas y formas de trabajo según los requerimientos y las posibilidades de cada área ecológica.

Dentro de este contexto de ideas sumamente complejo, debemos tratar de trasladar el carácter no-jerárquico de los ecosistemas naturales a la sociedad. Un importante aporte de la ecología social es su negación de la jerarquía como principio estabilizador u “ordenador” tanto en el reino natural como en la sociedad. Esta asociación del orden como tal con la jerarquía es quebrada sin por ello afectar la asociación de naturaleza y sociedad. El hecho de que las jerarquías existan en la sociedad actual no significa que ello deba permanecer así. El que la jerarquización amenace la existencia de la vida social de hoy indica, por cierto, que tal cosa no puede mantenerse como hecho social, así como tampoco puede hacerlo cuando amenaza la integridad de la naturaleza orgánica. El mismísimo término “democracia” como la apoteosis de la libertad social, ha sido suficientemente desnaturalizado hasta lograr, según Benjamín Barber: “El gradual desplazamiento de la participación por la representación. Donde la democracia, en su forma clásica, significó el gobierno por el pueblo mismo, aparece hoy (mediante el ardid de la representación) como el gobierno de una élite sancionado por el pueblo. Élites rivales compiten para obtener el apoyo de un público cuya soberanía popular se ve reducida al patético derecho a participar en la elección del tirano que habrá de gobernarlo”.

Más significativo aún, el concepto de una esfera pública, de cuerpo político, ha sido literalmente desmaterializado por una aparente heterogeneidad –más precisamente, una atomización que va desde lo institucional hasta lo individual– que ha reemplazado la coherencia política por el caos. El desplazamiento de la virtud pública por los derechos del individuo, ha provocado la subversión no sólo de un principio ético unificador que alguna vez le otorgó sustancia a la noción de público, sino también de la condición de persona que le otorgaba sustancia a la noción de derecho.

¿Qué propone la idea de ecología social?

En términos concretos: ¿Qué temas atormentadores propone la ecología social a nuestro tiempo y al futuro? Al restituir una vinculación más avanzada con lo natural, ¿será factible lograr un nuevo equilibrio entre humanidad y naturaleza mediante una sensitiva educación de nuestras prácticas agriculturales, nuestras áreas urbanas y nuestras tecnologías a los requerimientos naturales de una región y de los ecosistemas que fa componen? ¿Podemos lograr una drástica descentralización de la agricultura que haga posible cultivar la tierra como si fuese un jardín, equilibrado por la diversidad de su fauna y flora? ¿Requerirán tales cambios la descentralización de nuestras ciudades en comunidades a escala moderada, generando una nueva y armónica relación entre aldea y campo? ¿Qué tecnología se requerirá para lograr estas metas, evitando el incremento de la polución del planeta? ¿Qué instituciones se precisarán para crear una nueva esfera pública, que relaciones sociales serán necesarias para dar origen a una nueva sensibilidad ecológica, que formas de trabajo para volver creativa y gozosa la práctica humana, qué tamaño y población tendrán las comunidades a escala humana para ser controlables por todos? ¿Qué tipo de poesía? Cuestiones concretas: ecológicas, sociales, políticas, de comportamiento se nos abalanzan como un torrente que hasta hace muy poco fue refrenado por las ideologías y los hábitos de pensamientos tradicionales.

Que no nos quede ninguna duda al respecto: las respuestas que encontremos a tales cuestiones tendrán una relación directa con la habilidad humana para sobrevivir en el planeta. Las tendencias de nuestro tiempo están visiblemente dirigidas contra la diversidad ecológica: de hecho, apuntan hacia una brutal simplificación de la biosfera íntegra. Las complejas cadenas alimentarias vienen siendo socavadas despiadadamente por la aplicación de técnicas industriales en la agricultura, con el resultado, en muchos lugares, de ver los suelos transformados en esponjas absorbentes de fertilizantes químicos. El monocultivo sobre enormes superficies de tierra está borrando la variedad natural, agrícola y aún fisiográfica. Inmensos cinturones urbanos están usurpando implacablemente la campiña, sustituyendo la fauna y flora por hormigón, metales y vidrio y envolviendo vastas regiones en una nube de polucionantes atmosféricos. En este masivo mundo urbano, la experiencia humana se toma cruda y elemental, sujeta a toscos estímulos y a una crasa manipulación burocrática. Una división nacional del trabajo está reemplazando la variedad regional y local, reduciendo continentes enteros a inmensas fábricas humeantes y convirtiendo las ciudades en ostentosos supermercados.

La sociedad moderna está poniendo en peligro la complejidad biótica lograda por la evolución orgánica. El gran movimiento vital, desde los más simples hasta las más complejas formas y relaciones, está siendo revertido en dirección a un medioambiente que será capaz de soportar sólo formas simples de vida. De continuar este retroceso de la evolución biológica al socavarse las tramas alimentarias de las que depende la humanidad, estará en peligro la supervivencia misma de la especie humana. Si continúa la reversión del proceso evolucionarlo, hay buenas razones para creer que las precondiciones necesarias para la existencia de formas complejas de vida serán destruidas irreparablemente y que el planeta será incapaz de mantenernos como una especie viable.

En esta confluencia de crisis sociales y ecológicas no podemos permitirnos carecer de imaginación: no podemos seguir ignorando al pensamiento utópico. Las crisis son demasiado serias y las posibilidades demasiado arrebatadoras como para ser resueltas mediante los modos habituales de pensamiento, aparte de ser éstos los originadores de dicha crisis. Años atrás, los estudiantes franceses durante los alzamientos de mayo y junio de 1968 expresaron magníficamente este agudo contraste de opciones en su slogan: “Seamos realistas, hagamos lo imposible”. A esta demanda, la generación que se confrontará con el próximo siglo tendrá que agregarle este mandato más solemne: “Si no hacemos lo imposible deberemos afrontar lo inconcebible”.

Notas:

[1] Intencionadamente uso aquí la palabra “hombre”. El actual abismo entre humanidad y naturaleza ha sido precisamente tarea del varón, que según las memorables líneas de T. Adorno y M. Horkheimer “sonaba con adquirir el dominio absoluto de la naturaleza, convertir el cosmos en un inmenso campo de cacería” (Dialéctica del Iluminismo). Por mi parte, hubiese estado dispuesto a sustituir “un inmenso campo de cacería” por “un inmenso campo de matanza”, para lograr una descripción más precisa de nuestra “civilización” machista.

[2] El término “ecosistema” o sistema ecológico es a menudo utilizado con bastante negligencia en muchos trabajos ecológicos. Aquí lo empleo, como en ecología natural, para definir una comunidad animal/planta claramente demarcable y los factores necesarios para su sustentación. Lo uso también en ecología social para referirme a una comunidad humano/natural o sea, los factores sociales u orgánicos que se interrelacionan para constituir la base de una comunidad ecológicamente equilibrada.