La leyenda de Tántalo en la minería peruana

Por Carlos Contreras

Profesor de Economía de la PUCP

Síntesis: Un análisis desde la historia económica sobre la compleja y difícil relación entre la minería y la vida campesina, que busca responder al por qué de las protestas contra el proyecto “Las Bambas” (Apurímac) y el inicio de la explotación aurífera en el cerro Quilish (Cajamarca), iniciativas que han provocado el rechazo de la población pese a que -según explican sus defensores- la favorecerá económicamente.



Las violentas protestas campesinas contra el proyecto minero “Las Bambas, en la provincia apurimeña de Cotabambas, y contra el inicio de la exploración aurífera en el cerro Quilish, en la ciudad de Cajamarca, pusieron sobre el tapete la difícil convivencia entre minería y vida campesina en el Perú.

La explotación minera con fines económicos y de exportación tiene una larga tradición en la historia económica del Perú. Nuestro país se hizo conocido ante el mundo por sus legendarias riquezas de oro y plata. Desde el siglo XVI hasta mediados del XIX la plata fue, con mucha distancia, la primera exportación peruana. En el siglo XX, el cobre y, más recientemente, el oro, han ocupado ese sitial. Los grandes centros mineros han estado emplazados en la región de la sierra, y con mucha frecuencia por encima de los cuatro mil metros donde, salvo la ganadería, ninguna otra actividad económica es posible. Hay ciudades en el Perú, como Huancavelica y Cerro de Pasco, que no existirían sin la minería, y muchas otras que indirectamente han vivido de la minería regional (Huancayo, Tarma, Ayacucho).

La minería impulsó la integración de la agricultura serrana al mercado. Los campesinos andinos conocieron el salario, la moneda y la vida urbana en los centros mineros. Por eso puede sorprender la hostilidad rural frente a una actividad productiva de la que tanto ha pendido, de un lado, nuestra conexión económica frente al mundo y las propias finanzas estatales, pero de otro, también la economía campesina y su paulatina inserción en la economía moderna.

Desde luego, las relaciones entre la minería y el campesinado han sido tradicionalmente complejas y no carentes de serios conflictos. Basta recordar historias como las de la mita minera en el período colonial, o el enganche en el republicano, que nos muestran que la transformación de los agricultores campesinos en trabajadores mineros tuvo elementos iniciales coactivos. Episodios como la contaminación de las tierras en el valle del Mantaro por los humos de La Oroya, u operarios “azogados” en las labores metalúrgicas con mercurio exhiben los efectos negativos colaterales que la minería trajo consigo. Pero hoy, cuando lo que caracteriza a nuestra economía es la falta de empleo y no de trabajadores, y cuando la moderna tecnología minería ha conseguido disminuir sus efectos nocivos sobre la naturaleza, uno esperaría que el conflicto se atenúe. Lo que no ha sucedido. ¿Por qué?

Contamos con varias respuestas. Hoy existe mayor población que en el pasado, de modo que la posibilidad de que una empresa minera tope con campesinos circundantes es más grande. Existe mayor conciencia ecológica acerca de los daños irreversibles que los relaves mineros pueden ocasionar en la naturaleza; y mayor conciencia de los derechos de las poblaciones nativas respecto de sus recursos históricos. De otro lado, los efectos multiplicadores que la actividad minera tuvo sobre las economías regionales donde se asentaba han casi desaparecido, quedando únicamente las secuelas “malas”. La minería de tajo abierto, con grandes camiones trasladando el mineral a ingenios y procesos de refinación altamente automatizados se distancia mucho del antiguo socavón donde los barreteros desprendían el mineral con taladros neumáticos, trasladándolo luego en carros sobre rieles para su selección manual. En consecuencia, la minería de hoy da poco empleo y el perfil de los trabajadores que demanda es más calificado que en el pasado, por lo que los campesinos no pueden convertirse en obreros mineros, sino tras un largo y quizás costoso aprendizaje.

Por último, las diferencias de organización, recursos y propósitos entre la empresa minera transnacional y la comunidad campesina nativa son tan grandes, que es difícil imaginar que ambas partes puedan sentarse a negociar sin que la mutua suspicacia los estorbe. En teoría, si los beneficios económicos que traerá la minería son mayores que los perjuicios que acarrea, la explotación debería realizarse. Pero este cálculo es muy difícil de hacer y supone una capacidad de arbitraje del Estado que los campesinos (y no sólo ellos) no le reconocen. Así las cosas, podríamos reemplazar la imagen del mendigo sentado sobre un banco de oro, que se nos ofreció en el siglo XIX, por la de la leyenda de Tántalo: el hombre condenado a tener frente a sus narices, sin poder comerlos, los frutos que saciarían su hambre. Tal vez porque sospechaba que estaban envenenados.