Emprendedores en base seis

EXPERIENCIAS. Dos historias para demostrar que en la tercera edad también se puede hacer empresa
Adultos mayores aprenden informática con profesor de su generación
Ingeniero retirado fabrica juegos de ajedrez sobre hechos históricos

Para la tercera edad, el avance de la ciencia puede convertirse en un arma de doble filo. Los progresos de la medicina moderna, por ejemplo, alargan la vida de las personas, ensanchando el segmento de los viejos en la pirámide poblacional. Pero al mismo tiempo, el rápido cambio de las tecnologías vuelve obsoletos el conocimiento y las destrezas de los ancianos.

Una tarea a primera vista sencilla, como el manejo de una computadora con internet, puede marcar una brecha profunda entre los que frecuentan el Facebook para hacer vida social y quienes aún no han conseguido seguirle la pista a las innovaciones de Bill Gates y compañía.

Quizá por eso, Helmer Tejada Becerra ha tenido tanto éxito al reenfocar su negocio de capacitación en informática, para atender a sus compañeros de la tercera edad.

Helmer tiene 66 años, trabajó en la década de 1960 como vendedor de máquinas de coser y como jefe de cobranzas de la transnacional Singer, y desde entonces nunca dejó de emprender todo tipo de proyectos.

Se metió de mayorista de tomates en Arequipa, durante el gobierno de Velasco, y fue comerciante de pescado en los tiempos de Morales Bermúdez. Cada vez que las finanzas familiares soltaban una luz de alarma, cambiaba de giro, para demostrar a sus conocidos que el negocio también es cuestión de olfato.

Continuar en la brega

En el papel, el señor Tejada ya es miembro del "exclusivo club" de la tercera edad: de acuerdo con los técnicos y los demógrafos, todo aquel que pasa los 65 años encaja en esta categoría. Pero él se siente con ganas y fuerzas suficientes para continuar en la brega.

A finales de la década de 1970, se enroló en una compañía que ofrecía cursos básicos y avanzado en discos de vinilo. Allí se encargaba de verificar las ventas y las cobranzas y como aprendió el teje y maneje del asunto, creó en 1980 su propia empresa: Programas de Avanzada Cultural.

Cuando aparecieron las primeras computadoras personales en el mercado local -las XT 286 con disquetera de cinco y cuarto-, hizo un nuevo giro de tuerca y dejó de lado los idiomas para pasar al mundo de la informática. Fundó una especie de academia de computación, Cibered 2000, y al iniciar la década de 1990 firmó un convenio para ofrecer cursos cortos a los jóvenes de San Miguel.

Una vez le robaron todas sus máquinas y en otra ocasión se quedó sin sus principales clientes de la noche a la mañana, porque la universidad que funcionaba al lado de su academia se mudó a otros distrito. A llorar al río y a empezar de nuevo.

Hace tres años tomó una decisión clave. Evaluó el mercado y afinó el sentido de su intuición para apuntar a un público nuevo: los adultos mayores deseosos de usar la computadora.

Trabajo y satisfacción

"El adulto mayor es el que más capacitación necesita para manejar la tecnología", reflexiona, frente a los alumnos del curso de Windows uno: tres abuelas urgidas por aprender a chatear con sus hijos en el extranjero, un caballero decidido a aplicar la informática en sus obras de construcción, y dos señoras más, que no quieren sentirse menos que sus nietos a la hora de enfrentarse a una laptop. "Lo bueno es que estos son los alumnos más empeñosos".

Si cada curso cuesta 50 nuevos soles, se nota que no gana mucho, ¿cuál es la gracia, entonces? "La mayor satisfacción es que con nuestro trabajo elevamos la autoestima de los adultos mayores que vienen a clases". ¿Y a los 66, don Helmer, usted no piensa en el retiro? "Tengo cuerda para rato", contesta con una sonrisa.

Hacer historia

Por una cuestión de prejuicio, hablar de emprendedores remite automáticamente a la gente joven, a historias de éxito con chicos recién salidos del colegio o la universidad. Sin embargo, la vida real demuestra que no hay edad para hacer empresa.

El ingeniero agrónomo Jaime Jordán Massa, por ejemplo, trabajó toda su vida como empleado dependiente, en el buen sentido de la palabra: 31 años para el Banco Agrario y tres más para una firma privada en el rubro del control de plagas e insecticidas.

A los 61 años, retirado y sin obligación de marcar tarjeta ni cumplir un horario, decidió seguir el camino de una vocación que lo persiguió desde su infancia y durante la adolescencia en el colegio militar Leoncio Prado: fabricar soldaditos de plomo.

Don Jaime adaptó sus soldaditos al juego de ajedrez para representar batallas famosas sobre el tablero de 64 casillas, con mariscales, almirantes y tropa tomados de la vida real. "Toda guerra deja lecciones, pero no hay guerra buena", advierte.

En 1994, gracias a un sobrino, un ajedrez con los personajes de la batalla de Waterloo llegó a manos de un banquero en Miami. El hombre quedó encantado y desde entonces es comprador y distribuidor estrella de don Jaime en Estados Unidos.

Como todo creador, no tiene entre sus obras una que sea su favorita. Pero cuando uno le pide que muestre su trabajo, de inmediato destapa la caja del Combate Naval de Iquique, con el Gran Almirante Miguel Grau Seminario a la cabeza.

Un set de 32 fichas labradas en metal blanco a base de estaño, cadmio y plomo -más un tablero en madero fina- tiene un precio que apenas refleja el tiempo y la dedicación que don Jaime pone en cada uno de sus soldades. A su manera, él también hace su historia.

 

Publicado en el diario "El Peruano" el viernes 18 de setiembre de 2009