La devastación ocasionada por los incendios forestales en Los Ángeles es un reflejo de la creciente frecuencia y gravedad de los desastres naturales a nivel global, como lo demuestran los huracanes en el Atlántico, terremotos en Japón e inundaciones en Europa del último año. El 2024 se destacó como uno de los años con mayores pérdidas aseguradas en décadas, ajustadas por inflación, lo que subraya el impacto económico y humano de estos eventos.
En este contexto, los bonos de catástrofe, instrumentos diseñados para proteger a gobiernos y aseguradoras contra pérdidas extremas por desastres naturales, han mostrado comportamientos paradójicos. A pesar del aumento en la frecuencia de estos eventos, estos bonos han registrado retornos extraordinarios, alcanzando cifras de 20% y 18% en 2023 y 2024, respectivamente. Este auge ha duplicado el tamaño del mercado en la última década, valorizándolo en 50,000 millones de dólares, destacando su creciente atractivo para inversionistas que buscan diversificar sus carteras con activos de bajo correlato con otros mercados.
Sin embargo, el diseño de estos bonos revela limitaciones significativas. Los llamados "gatillos paramétricos" exigen que se cumplan ciertas condiciones específicas para el desembolso de fondos, lo que a menudo deja sin cobertura a las zonas más afectadas. Por ejemplo, en Jamaica, un huracán devastador provocó una contracción económica del 3% en un trimestre, pero el bono de catástrofe relacionado no realizó pagos porque las condiciones ambientales establecidas no se cumplieron por un margen mínimo. Esto plantea cuestionamientos sobre la efectividad de estos instrumentos para responder a las necesidades reales de las comunidades afectadas.
El impacto del cambio climático también ha modificado el panorama de los desastres naturales. Mientras que los bonos tradicionales han protegido principalmente contra "peligros máximos" como huracanes o terremotos, los "peligros secundarios" —como incendios forestales, granizadas y tormentas más frecuentes— están generando una mayor proporción de las pérdidas aseguradas. Esto plantea un desafío tanto para aseguradoras como para inversionistas, ya que estos fenómenos son más difíciles de modelar debido a su imprevisibilidad y comportamiento errático.
En respuesta, los inversionistas están exigiendo mayores retornos para asumir el riesgo de los peligros secundarios, lo que ha llevado a diferenciales amplios en comparación con bonos tradicionales, superando en algunos casos los 20 puntos porcentuales. Esta situación refleja las dificultades inherentes a predecir y modelar ciertos tipos de catástrofes, especialmente los incendios forestales y tormentas, que se expanden de forma impredecible y carecen de patrones estacionales claros, a diferencia de los huracanes.
En conclusión, los bonos de catástrofe representan una herramienta financiera atractiva para diversificar carteras y mitigar pérdidas por desastres, pero su efectividad y equidad son cuestionables ante la creciente complejidad de los riesgos climáticos. La necesidad de ajustar sus términos y adaptarlos a las nuevas realidades climáticas será clave para maximizar su utilidad en un mundo donde los desastres naturales son cada vez más comunes y devastadores.
Autor: The Economist, Fuente: Diario Gestión- pag. 15. 23 de enero del 2025.