ENTENDIENDO EL SUICIDIO DE ALAN GARCÍA, EXPRESIDENTE DEL PERÚ

Dispararse a sí mismo fue un intento desesperado de reivindicación. Podría no dar resultado.

Todo sobre Alan García fue grande: su voluminoso cuerpo, su oratoria, su talento político, su ambición, su sentido de autoestima, sus errores y defectos morales. Al final, tomó la decisión más grande y más triste: terminar con su vida el 17 de abril después de que la Policía llegó a su casa en Lima para encarcelarlo por presunta corrupción. Para un hombre orgulloso, sujeto a la depresión, era una humillación que no estaba preparado para tolerar.

No fue el primer líder latinoamericano en optar por esta salida. Pero podría haber simplemente pospuesto, no evitado, la condena.

Cuando fue elegido por primera vez como presidente del Perú en 1985, con solo 36 años, se creía un león antiimperialista como el cubano Fidel Castro. Declaró un incumplimiento parcial de la deuda externa del Perú y gastó dinero público como confeti. Su mandato terminó mal, en hiperinflación, caída y un intento de fallido por nacionalizar los bancos. García no puedo frenar ni el terrorismo de los maoístas de Sendero Luminoso ni los abusos del Ejército para reprimirlo.

Sin embargo, en el 2006 estaba de vuelta, más viejo y más sabio.

Comprendió que el mundo había cambiado y que el Perú tenía que ser parte de ello. Respaldó un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. La Alianza del Pacífico de países latinoamericanos de libre comercio fue su idea. Ayudado por el auge de las materias primas, encabezó un creciente crecimiento económico y construyó carreteras.

Siempre hubo una sombra detrás del hábil hombre de Estado.

Los críticos afirmaban que se habían beneficiado ilícitamente de un contrato para comprar aviones de combate y de un acuerdo con Bettino Craxi, un corrupto socialista italiano, para construir un ferrocarril urbano.

Nunca se probó nada. Durante su exilio en la década de 1990, García adquirió un departamento en una zona elegante de París. Utilizó su influencia en el Congreso, los tribunales y los medios de comunicación para evitar preguntas incomodas.

Luego, la empresa de construcción brasileña Odebrecht admitió haber pagado sobornos por un total de US$ 29 millones a tres gobiernos peruanos. Una nueva generación de fiscales independientes persiguió a García. Él insistió en que estaba limpio.

"No hubo ni habrá cuentas, ni sobornos ni riquezas", escribió en una última carta a sus seis hijos que constituye su testamento político.

Es el último de una línea de políticos latinoamericanos que se quitaron la vida. Otros incluyen a dos presidentes chilenos, José Manuel Balmaceda y Salvador Allende; un boliviano, Germán Bush; y el brasileño Getúlio Vargas. Aunque las circunstancias y su envergadura variaban, todos enfrentaban un fracaso político.

Su acción fue sorprendente, dado que América Latina tiene tasas de suicidio bajas (aunque en aumento), quizás porque la Iglesia católica está severamente en contra.

En un estudio de estos casos, James Dunkerley, un historiador británico, escribió que podría estar en desarrollo una cultura política impregnada de personalismo, cierto grado de violencia y ganas de heroísmo. "El suicidio político constituye un último acto terrestre de reinvidicación tanto de la persona como de la causa", concluyó. Eso es lo que quería García, como muestra su carta: "Dejo mi cadáver como una muestra de mi desprecio por mis adversarios".

Pero puede que él no tenga la última palabra. Los fiscales continúan interrogando a sus cercanos colaboradores, que sí tenían millones en cuentas bancarias secretas. Quizás debido a que los partidos son más débiles y los políticos están más desacreditados, el Perú ha ido más lejos de cualquier otro lugar, excepto Brasil, en la investigación de corrupción propagada en América Latina por las empresas de construcción.

El expresidente Ollanta Humala y su esposa pasaron nueve meses en "detención preventiva". Dos días después de la muerte de García, un juez ordenó el encarcelamiento preventivo de otro exmandatario, Pedro Pablo Kuczynski, de 80 años e internado en una clínica, durante 36 meses. Un tercero, Alejandro Toledo, quien supuestamente recibió US$ 20 millones en sobornos, enfrenta una extradición de Estados Unidos. (Keiko Fujimori, lideresa de la oposición, ha estado en la cárcel durante seis meses por obstruir una investigación sobre financiación de su partido). Todos los sospechosos niegan haber cometido algún delito.

Estas investigaciones son un intento atrasado de hacer rendir cuenta a los poderosos. Por trágico que sea, el suicidio de García no es una razón para detenerlas, pero debería motivar un cambio de métodos. Echar a la gente a la cárcel sin cargos, juicio o sentencia es una práctica de dictadores, no de democracias. (El hecho de que unos 35,000 peruanos comunes se encuentren en prisión preventiva es un escándalo, no una justificación).

Hacer desfilar a expresidentes con esposas ante los medios de comunicación, que iba a ser el destino de García, viola la presunción de inocencia, una distinción crucial entre el Estado de derecho y la inquisición. Solo en ese sentido, la muerte por propia mano de una inmesa figura política debería provocar un replanteamiento por parte del Poder Judicial peruano.

Publicado en Gestión, 26 de abril del 2019.