LA POLÍTICA DE DESTRUCCIÓN Y CREACIÓN DEL PERÚ

 

Hubo un tiempo en que los inversores creían que la economía de rápido crecimiento del Perú era inmune a su política. Ese argumento, siempre cuestionable, fue probado casi hasta la destrucción este mes. Con el país sufriendo un vació de poder y al borde de caer en un caos violento, el 16 de noviembre un Congreso avergonzado eligió a Francisco, un académico centrista de 76 años, como presidente interino del país. Es el cuarto hombre en ocupar el cargo más alto desde las últimas elecciones presidenciales en el 2016.

En Sagasti, Perú ha encontrado un boleto ganador en su lotería política. El país cayó en las manos más seguras que uno podía imaginar, pero su tarea no es sencilla.

Su objetivo es abordar la pandemia y la recesión económica, ambas particularmente severas en el Perú, mientras conduce al país hacia las elecciones generales previstas para abril. Su unción se produjo tras el fracaso de una toma de poder por parte de elementos del Congreso, que el 9 de noviembre votaron por 105 a 19 para destituir a Martín Vizcarra, presidente desde el 2018, por "incapacidad moral".

El poder pasó a Manuel Merino, presidente del Congreso. Con razón o sin ella, muchos peruanos vieron esto como un complot para posponer las elecciones y promover turbios intereses privados. Merino nombró primer ministro a Ántero Flores- Aráoz, un abogado de 78 años de extrema derecha que ganó solo el 0.4% de los votos en las elecciones presidenciales del 2016. Su ejercicio del derecho representa a universidades privadas deficientes que están tratando de revocar una reforma universitaria. Sus partidarios querían saquear el tesoro a través de obsequios populistas.

Esta toma de control provocó las mayores protestas callejeras en Perú en 20 años, principalmente de jóvenes y desafiando un estado de emergencia relacionado con la pandemia. Se encontraron con una brutal respuesta policial.

Dos manifestantes murieron y decenas resultaron heridos. Con su táctica colapsando, Merino renunció y desapareció rápidamente. Su golpe de Estado resaltó la forma en que los partidos políticos en Perú se han convertido en vehículos para intereses privados y para evadir la justicia. Algunos legisladores pagan por lugares en las listas partidarias y esperan un retorno. Aunque 68 de los 130 miembros del Congreso enfrentan cargos penales de diversos tipos, la legislatura protege a los suyos de enjuiciamientos.

El episodio de este mes marcó el clímax de años de conflicto que corre varios ejes. Uno se remonta como autócrata a Alberto Fujimori, quien gobernó como autócrata de 1990 al 2000. Derrotó al movimiento terrorista Sendero Luminoso y reformó la economía, pero su régimen era corrupto.

Su hija, Keiko, fracasó por poco en ganar las elecciones del 2016 porque antifujimoristas de todas las tendencias se unieron contra ella.

Su partido usó su mayoría en el Congreso para frustrar el programa de gobierno del ganador, Pedro Pablo Kuczynski.

Otra fuente de conflicto es la corrupción y su uso como arma. Kuczynski renunció en el 2018 para evitar un juicio político por conflictos de intereses. Permanece bajo arresto domiciliario. Sus tres predecesores enfrentan acusaciones: uno espera su extradición desde Estados Unidos, otro se suicidó y un tercero pasó tiempo en la cárcel. La corrupción es, de hecho, sistémica en el Perú y los peruanos lo saben. Pero la presunción de inocencia y el sentido de la proporción se han perdido. No se ha juzgado a ningún líder. Keiko Fujimori pasó 16 meses en la cárcel por presuntas violaciones al financiamiento de campañas. Los fiscales están tratando de hacer desaparecer a su partido.

A pesar de un historial mediocre y una lamentable gestión de la pandemia, Vizcarra era popular porque defendía la causa de la lucha contra la corrupción. Pero el pretexto para su destitución sumaria fue la evidencia de que había sido corrupto cuando era gobernador provincial (acusación que él niega).

La tercera falla es la batalla entre el Ejecutivo y el Congreso, que Vizcarra exacerbó. Trató de impulsar reformas políticas. Una de las pocas que fue aprobada impidió imprudentemente a los legisladores de tener períodos consecutivos. El año pasado disolvió el Congreso en una batalla por nombramientos para el Tribunal Constitucional. El nuevo Congreso, elegido en enero, es aún menos dócil.

Dado que sus miembros servirán solo durante 19 meses y no pueden ser candidatos el próximo año, no tienen ningún incentivo para comportarse decentemente.

Están entrando en vigor reformas más útiles para las elecciones de abril, incluida la eliminación de partidos menores y la prohibición de candidatos acusados de delitos graves.

Varios aspirantes a la presidencia son populistas, algunos de ellos peligrosos. A quienes no lo son, les resultará difícil formar una coalición reformista en la próxima legislatura. Una cosa está clara: las multitudes de millenials en las calles quieren una mejor democracia. Conseguirlo será mucho más difícil que haber sacado a Merino.

 

 

Publicado en Gestión, 20 de noviembre de 2020.