EL BRAVO DEL CEBICHE CANERO

 

 

“Mete la mano en el bolsillo, saca y abre tu cuchillo y ten cuidao”. Va sonando Calle luna, calle sol ganándole al ruido de las bocinas de los autos. Al toque, sin demora, sale el cebichito. La voz ronca te dice “¿Con cancha, causa?”. “Con todo”, respondo. En plato hondo llega este cebiche al paso. Pica. Cargado, intenso, franco, de sabores marcados. A diferencia del cebiche norteño, región considerada la cuna de nuestro plato bandera, donde es bastante limpio y simple: básicamente pescado, limón y sal; en este huarique de la Av. Colonial es un carnaval de ingredientes: ajo, kion, rocoto, sal, pimienta, culantro, apio, etc. El camote sale bien dulce, lo que suaviza un poco el picante. Si tienes garganta de lata, hay más rocoto, en jugo o molido, para que te agregues al gusto, así como sal. Canchita y choclo desgranado rodean al pescado. En la cima de la porción, fresco y crocante cochayuyo. Al masticarlo sientes la clara sensación del inmenso mar peruano. Finalmente, para enfriar la panza, un vaso de chicha heladita por un sol.

Es un cebiche real, de barrio. Es, como se llama este huarique, un ‘Cebiche Canero’. Y fue precisamente en la ‘cana’, en la cárcel, donde Santiago Luis Bravo Espinoza aprendió a prepararlo. Para más señas, en el temido penal de Lurigancho. Según los relatos carceleros, el mismísimo inframundo.

“(En el penal) había falta de comida, no había agua. Tenías que estar cerca del que tenía agua y comida, hasta para agarrar las sobras. La paila venía 11, 12 de la noche. Entonces el hambre… Yo miraba a un pata que vendía cebiche los días de visita [a los familiares y amigos de los presos que vienen de visita] y le dije para lavarle sus platos. Me puse a lavar platos, a pelar la cebolla, el camote. Pero yo siempre mirando, porque tenía bastante clientela. Yo decía «este pata debe saber cocinar». Que el apio, que kion, que la cebolla, que el esto, el otro. Ya cuando salí en cana la segunda vez me puse a hacer esta nota también”, explica Luis Bravo, o el Bravo.

Ahora tiene 57 años. Dice que ya está “plantado”. Le creemos. Lo corrobora Ana, su esposa, con quien lleva 34 años de matrimonio y también vende el cebiche canero con la receta de Luis en otra puerta del mercado, a solo metros de su esposo. Pero la ruta de su vida fue siempre borrascosa. Desde niño, escogió la sinuosa ruta del peligro. Y pagó por ello. Nació en el Callao. Las calles chalacas y la Unidad Vecinal N°3 —donde sigue viviendo— fueron su barrio y zona de operaciones.

Su lucha, desde adolescente, no solo fue con los ‘rayas’, sino que su principal enemigo fue él mismo y sus vicios. Un enemigo sin miedo a nada: “Te voy a decir una cosa, loco. Como yo he vivido sin padre, sin sentimientos se puede decir, me escapaba de mi casa. Me iba al Centro de Lima a joder con los terokaleros. Yo más bien pensaba que iba a morir siendo muchacho. En cualquier momento una bala, una puñalada. Puñalada sí tengo; pero bala he sido astuto, como he estado entrenado en el Ejército, cuando te están disparando tienes que estar siempre bien agazapado”.

Inevitablemente siguió la cárcel. Lo llamaba ese mundo desafiante a la ley. Desde los 16 era consumidor y vendedor de drogas. Con ello no discernía el bien del mal: “Mi vieja no me soportaba ya por el consumo de drogas. Y también me ponía a chorear y no le gustaba a mi viejita, se avergonzaba. Me botó de la jato. Pero también me aconsejó que entre al Ejército. Cuando entré al Ejército pensé que me iban a hacer cambiar mis patrones de conducta: disciplinado, obediente, limpio. Pero cuando yo entré allí ya estaba con consumo de drogas y yo comenzaba a ver las cosas qué se podían hacer con el armamento. Se podía chorear a gran a escala, se podía chorear más grande. Antes de aprender cosas positivas, aprendí cosas negativas”.

Cantaba Daniel Santos que «en el juego de la vida cuatro puertas hay abiertas para el que no tiene dinero», dos de ellas son la cárcel y el cementerio. Bravo ya había pisado la cárcel. Le esperaba el cementerio, la muerte, el fin de una vida temeraria y sin rumbo. Quizás en una reyerta, en un atraco, una sobredosis, un balazo de fina puntería; como sea, muerte y se acabó. Pero la salvación siempre estuvo allí,  en sus narices, en su casa: su madre y su hijita. Una Navidad su madre lo llegó a visitar al penal con su hija bebé. Madre es madre y descendió hasta los infiernos de una de las cárceles más temidas de Sudamérica para rescatar al hijo descarriado: “Pero cuando vi entrar en la Navidad al penal, a mi viejita, puta, que ahí sí me chocó bastante. Ver a mi hija… Ya entonces la presión de mi vieja y ver crecer a mi hija … mi mamá me hacía pensar de que algún día mi hija se iba a enamorar y ella no quería que se enamore de un delincuente, de un drogadicto como yo”. Y Luis tampoco quiso. Había que retomar el camino.

Al salir nuevamente en libertad nadie le daba trabajo por su temido prontuario. Pero la voz de la madre y la imagen de la hija creciendo le decían que no recaiga. Su mamá le enseñó a preparar papas rellenas, marcianos, gelatinas, arroz con leche y mazamorra morada en invierno. Vendía en una mesita en su barrio primero; luego, fuente en mano se fue a recorrer la ciudad. En las puertas de los bancos, a la entrada y salida de las fábricas, en los paraderos. Empezó a conocer el trabajo bien ganado. Así, fuente en mano, volvió a descender a los abismos: “Hasta que comencé a agarrar cancha y me metía por otros lados, inclusive hasta los fumaderos. Y como yo llevaba marcianos, gelatina, a la gente que estaba soplando les decía «ya, vamos a comer, para la bajada». Hacía negocio, pero tenía que pelear contra mí mismo porque mi problema también era la adicción. Tenía que pelear contra ese olor, la sensación, el vacilón que estaban pasando que también lo quería vivir…. Y a veces recaía. Pero te voy a decir, la palomillada no te da mucho, pero la responsabilidad hace que una persona también cambie. Si tú trabajas constantemente y juntas, tarde o temprano vas a tener tu platita. De ahí me compré un triciclo, me lo quitaron; me compré otro, también luego me lo quitaron; me compré el tercero y a los 15 días me lo quitan”, me cuenta. Incluso perdió otro triciclo con el que quiso hacer un proyecto en su barrio para muchachos que querían salir de la droga y la delincuencia.

Su rival entonces dejó de ser la Policía y pasaron a ser los fiscalizadores municipales, famosos por sus abusos contra pequeños vendedores. Implacables contra los chicos, cabizbajos ante los grandes: “Un tiempo he tenido que trabajar acá amarrado a la cintura con una cadena al triciclo. Un abogado me dijo «tú tienes que hacer que te rompan el brazo, la pierna para denunciar». Pero le dije «compadre, mientras me rompen el brazo, ¿quién mierda va a trabajar para mi familia?».  Luego dije «yo no soy ningún esclavo». Me quité la cadena, pero guardando acá abajo dos bombas molotov. Mi mujer me decía «Luis, no, va a pasar algo que no puedas controlar». Y ya pues, me bajó los caballos”.

Es así que, a fuerza de terquedad, resistió a los municipales. Hoy ya lo conocen. No le dicen mucho. Luis Bravo ya lleva 28 años trabajando en la calle, y unos diez en la puerta del Mercado de Abastados La Colonial, donde la gente, mientras conversamos, incluso le pide fotos.

Desde las 2 de la mañana se pone a hervir el camote, a picar la cebolla, a licuar el rocoto, el ajo; a procesar todo lo que es verdura. A las 3.30 de la madrugada se va al pesquero de Ventanilla y regresa con el pescado fresco. En verano puede vender más de 50 platos al día.

Su pinta llama la atención y él lo sabe. El hombre ha comprendido bien que no puede escapar de su pasado. Nadie puede. Luis, astutamente, ha usado eso a su favor. Explota sus vivencias en el bajo mundo del hampa para promocionarse. No solo se llama “Cebiche Canero”, sino que tiene varios elementos de la parafernalia carcelera. Lleva mangas recortadas exhibiendo sus gruesas cicatrices a chaveta. Son sus galones de guerra y recuerdos de otra vida. Una gigantografía de unos presos tras los barrotes de una celda adorna su triciclo. Todos con el torso desnudo, atemorizantes. Parece un afiche salido de las películas y documentales sobre las temidas y sanguinarias ‘maras salvatruchas’. En segunda fila de la imagen, jovencito, con ojos de basilisco, desafiando a la vida y a la muerte, está Luis. Abajo, una inscripción dice: “Esto no paga, causa”. Antes de irnos, posa para mi fotógrafo con unas marrocas. Me cuenta que alguna vez las tuvo puestas. Lo arrestaron una de tantas, pero dejaron la puerta abierta de la “burra” [el camión de la Policía], y se fugó con las esposas puestas. Las tiene aún de recuerdo, ya por casi 30 años.

 


Publicado en Perú21, 01 de enero del 2023.